Vi una cuesta bastante empinada. Iba buscando el lugar donde se celebraba la ceremonia del té. Por aquello de no subirla sin tener la certeza de que ése era el camino correcto, le mostré el papel de la dirección que yo tenía a una señora mayor a mi lado con bastón. Las dos estábamos paradas en el semáforo. Leyó el papel, me miró y me indicó con la cabeza que la siguiera. Subimos la calle sin hablar. Nuestra “conversación” no tuvo ni una sola palabra. Yo la miraba y le sonreía mientras subíamos. Me acomodé a su paso lento. Cuando llegamos a lo alto, con el bastón me indicó justo la puerta dónde era, y emprendió camino de regreso cuesta abajo.
Entonces me di cuenta de que la señora había subido conmigo sólo para acompañarme, que no le pillaba de camino. Me dio tanto apuro que corrí para decirle sentía muchísimo haberle hecho subir la cuesta. Pero, entre mi español apresurado, gesticulando mucho para hacerme entender y, su tranquilidad y serenidad, no sé si me entendió. ¡La amabilidad japonesa es sorprendente!
El caso es que, con este apuro llegué a la ceremonia. Y, nada más entrar, el mundo se detenía un poquito. La anfitriona con su kimono arrodillada en el suelo, se inclinó a modo de saludo de bienvenida. En el salón no había ninguna silla, así que, me puse de rodillas también sobre las esteras de tatami. Saqué la cámara y se la acerqué a modo de preguntarle si podía hacer fotos. Ella me hizo otra inclinación, que interpreté como un “sí”. Pero después de lo que me había pasado al llegar, no estaba del todo segura de su respuesta. Así que decidí esperar y la guardé de nuevo. Dos veces meter la pata en un mismo día, sería demasiada torpeza por mi parte.
La única decoración de que algo se iba a cocinar allí era la estufa en el centro del salón. Lo más bonito es que todo este ritual armonioso de la ceremonia del té está concebido para demostrar respeto hacia el invitado. Y todo ello, sin que sea necesario mencionar siquiera la palabra “gracias”. Son los gestos a la hora de colocar la taza o movimientos de cuerpo los que ”hablan”. Les cuento un poquito.
El cuenco lo cogen con las dos manos. Y al dejarlo enfrente del invitado inclinan la cabeza. Debemos cogerlo de donde lo han dejado, también con las dos manos. Con la izquierda lo sujetamos por la parte inferior. Y con la derecha los giramos dos veces (en sentido de las agujas del reloj). La anfitriona previamente ha colocado el cuenco con la parte más decorada hacia nosotros, en señal de distinción hacia el invitado. Nosotros lo giramos para beber por el lado opuesto. Antes de probarlo, debemos inclinarnos en señal de agradecimiento.
Los japoneses ven con buenos ojos sorber. Consideran que de esta forma se puede degustar y oler la bebida al mismo tiempo. Así que, podemos saltarnos una de nuestras reglas de educación en la mesa. A mí al principio me costaba. Uno se siente un poco maleducado desobedeciendo esta regla que con tanta insistencia nos han inculcado desde pequeños.
Lo que más sorprende de la ceremonia es la forma de preparar y servir todo tan armoniosa y lenta al mismo tiempo. Todo está estudiado, por ejemplo, la servilleta –por supuesto, bien doblada-, escondida en el cinturón o en el pliegue delantero del kimono, pero que, a su vez, se ve salir sólo un poquito. No se derrama ni una sola gota al prepararlo y todo queda recogido al terminar. Sentado queda que el té jamás se sirve de forma que nos queme en la lengua. Ya les digo, todo calculado como si una operación matemática se tratara.
Cuando me tomo un café o un té con hielo, rara es la ocasión en la que no derramo un poquito al pasarlo de la taza al vaso. Y muchas son las veces en las que con el primer trago me he quemado la lengua. La vida, ¡que está llena de hermosos contrastes!