Verano. Berlín. Calor. Iba camino de una charla que daba un ministro alemán sobre Derechos Humanos. El evento prometía. Pero he de confesarles que iba más por ver el Ministerio por dentro que por la charla en sí. Justo al salir del metro conocí a una señora qatarí elegantísima que también iba a la conferencia. Comenzamos a hablar. Ella llevaba manga larga, turbante en la cabeza de terciopelo verde y un maquillaje digno de ceremonia de los Oscar.
Cuando le dije que era española, me confesó que amaba con locura el flamenco y que solía venir con sus amigas a Málaga en plan escapada de vez en cuando desde Qatar. Fue un ratito de conversación de esos que unos temas te llevan a otros, el caso es que, cuando pasamos el control de accesos y llegamos a la sala, nos sentamos juntas y seguimos hablando.
Ella estaba un poco acalorada. Yo tenía un abanico precioso, pintado a mano que había comprado en Granada. En él aparecía una “bailaora” con traje rojo de lunares. ¡Souvenir típico donde los haya!
Pensé que le podía gustar y también, dadas las altas temperaturas veraniegas, le iba a venir de perlas. El caso es que después de mucho insistir, al final logré que aceptara mi regalo. Cuando lo abrió y vio el dibujo, casi se le saltan las lágrimas. Se lo llevó al corazón, como muestra de agradecimiento antes de abanicarse. Lo usaba con mucha delicadeza. Nada que ver con los aspavientos que a mí me gusta darle a este artilugio, que lo convierto de facto casi en un ventilador. Incluso los que están cerca notan sus efectos.
Ahí no quedó la cosa. A los cinco minutos (les diré que, con el calor, yo echaba de menos mi abanico, pero una es así de generosa y asume las consecuencias) me dijo que estaba tan agradecida que ella también quería regalarme algo. Yo insistía que no era necesario, que lo había hecho encantada. El caso es que metió la mano en su bolso (¡precioso!) y sacó un bolígrafo hecho con… ¡doscientos cristales de Swarovski! Ahora era yo la que decía que no podía aceptarlo, que el abanico no valía tanto, que no era necesario, que ya tenía un “boli” (era el del hotel). Me dijo que era auténtico, cosa que yo no dudaba. Y, como ella había hecho unos minutos antes, ahí estaba yo escribiendo flojito, con delicadeza, con aquella “joya” en mis manos.
Pero ya no se trataba de una transacción económica. Aquel “negocio” tenía ya el sello intangible de una amistad forjada con dos souvenirs: uno español, otro qatarí. Una permuta de dos cosas con igual valor: el aprecio.
El caso es que en Granada, de tan bonitos que eran, compré dos abanicos. El otro, aún lo tengo. Mis amigos me dicen que, con este precedente y por si acaso, me lo lleve en mi próximo viaje. Pero, les contaré un secreto: Yo lo guardo por si veo de nuevo a mi amiga qatarí. Quedamos en vernos en Málaga. La generosidad, que tiene estas duplicidades.