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Zona de embarque

Un jardín junto al Mediterráneo

 

Nuestro destino nos lleva al norte de Israel, a una ciudad muy curiosa: Haifa. En ella la playa y la montaña se llevan muy bien. Nada de la eterna disyuntiva de tener que elegir una u otra.

Tiene un emplazamiento muy singular: La colina en la que se asienta esta ciudad forma parte del Monte Carmelo. A mí me recuerda mucho a la ciudad San Francisco, vas caminando por las calles y ves la bahía abajo. Aquí, es el Mediterráneo el que espera al fondo.

Tres colores la definen.

Esta ciudad se queda fácilmente en la retina por tres colores: el verde de los jardines que se extienden por toda la ladera del monte; el azul del mar que rodea la ciudad y el blanco de los edificios.

¡Vamos montaña arriba!

Lo mejor para visitarla –y evitar la fatiga- es ascender a uno de los puntos más altos en metro. Tiene la peculiaridad de ser uno de los más pequeños del mundo. Y el dato curioso de que sus paradas en lugar de frenar en seco, se hacen con un sistema de balanceo que da la sensación de estar dentro de un columpio. Ah, y para más inri, la decoración es casi como estar dentro de un arcoíris.

Otra alternativa –también con su puntito de gracia- es subir en teleférico desde la playa, sobrevolando todas las casas. El dato singular es la visión del “miniskyline” de Israel: todas las casas con sus depósitos de agua en los tejados, mucha inteligencia práctica en esta normativa del sector de la construcción.

Como ven, la “escalada” por la ciudad lejos de ser difícil, está llena de sorpresas. Y llegamos, en este ascenso al “punto geodésico”: 19 alturas sobre el mar Mediterráneo.

Y una vez que se está en lo alto, las vistas de la ciudad deslizándose como una alfombra suave en verde montaña abajo hasta caer casi literalmente a pie de playa son una preciosidad. De esos momentos en los que hay que parpadear varias veces al contemplar tanta belleza.

Jardín vertical

El recorrido por la ciudad, es decir, el descenso se puede realizar por el interior de los jardines Bahaí. Este jardín toma el nombre del fundador de la religión. Uno de los pilares de esta creencia es la belleza y la armonía. Y estos jardines son una muestra real de este credo. Prepárense bien: la simetría en ellos roza la perfección. Es muy curioso situarse en medio y mirar a un lado y a otro: ¡similitud total a ambos lados!

Los jardines están impecables. En ellos da gusto ver trabajar pausadamente a los jardineros, que son feligreses de esta religión. Yo iba con gente joven descendiendo por la escalinata de este jardín vertical, y me decían que les gustaría “hacer la croqueta” y dejarse caer dando vueltas por el césped. A mí también me entraban ganas pero, evidentemente no estaba permitido. Oler y contemplar sí, pero pisar no. ¡Qué pena!

Este jardín tiene diecinueve niveles (el 19 es el número sagrado de esta religión). Se puede ir parando en balcones que hacen las veces de miradores sobre la ciudad. También es muy llamativo ir observando todas las zonas diferencias de este edén sagrado: palmeras, rosales… Hay hasta un pequeño desierto.

El descenso: dos barrios con un toque peculiar.

Una vez que se ha descendido, siguen los rincones bellos. En esta parte baja de la ciudad hay dos barrios que a mí me encantaron, cada uno con su punto peculiar. Uno de ellos es la Colonia Alemana: organizada en torno a un gran boulevard (Ben Gurion Ave.). Los edificios son de dos plantas convertidos en su mayoría en restaurantes. Por la noche, en la zona de las terrazas, se puede sentir la brisa del mar a la espalda y ver los jardines iluminados de frente: ¡pura delicia! Y es que, además de las vistas y la brisa, las cartas de menú son de esas en las que cuesta elegir en qué restaurante quedarse.

Otro de los barrios también singulares es Wadi Nisnas. Aquí cambia el trazado: Es un laberinto de calles estrechas, que no siguen jamás la línea recta. De esos es lo que da gusto perderse porque, mientras que uno busca la salida (que según el nivel de despiste de cada uno se tardará más o menos en lograr salir del barrio. Yo fui de las que me quedé “atrapada” un buen rato en él), se van descubriendo lugares interesantes. Botón de muestra: una casa donde las paredes son ¡pura poesía! Sí, literalmente hablando.

También los hay: Atajos sui generis

Una vez que uno ya conoce un poco la ciudad, una forma de sentirse integrado es tener localizados los “atajos”. Les cuento cómo dar con ellos: Son largas (en ocasiones: larguísimas) las escalinatas que hacen las veces de calles escalonadas. En ellas se evita tener que seguir el trayecto curvilíneo de las calles. Pero claro, no es igual encontrar un atajo de bajada que de subida. Aquí, ya les digo, como iba con jóvenes, me quedaba la última cuando el “atajo” era de subida. Ellos ya habían llegado y yo aún estaba por la mitad de este atajo. ¡Cosas que tiene la edad!

Pero sea con fatiga o sin ella, Haifa es una ciudad que igual que se puede “escalar”, se puede pasear por ella. Allí está, al otro lado del Mediterráneo.

 

Dos notas prácticas:
Se pude ir en tren desde Tel-Aviv. El trayecto dura media hora aproximadamente, con gran frecuencia diaria de trenes en sentido ida y vuelta.
Un rato de playa: Este mismo tren se puede coger para ir desde Haifa a alguna de las playas cercanas. Incluso tiene una parada ad hoc casi a pie de arena. 

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