Dicen los expertos que uno de los parámetros para saber si hemos sido verdaderamente felices en nuestra infancia es si de niños jugamos a aquello de buscar tesoros. Yo cuando lo oí, respiré tranquila pues era uno de mis juegos favoritos.
El recorrido de hoy sigue este espíritu juguetón de la infancia porque sí, las ciudades también tienen algunos rincones en los que, si no un tesoro, sí se pueden encontrar guiños a modo de juegos, aunque ya seamos adultos.
Comenzamos la ruta de juegos en Alicante. En una de las calles peatonales del casco histórico lo podemos pasar la mar de bien. Hay rayuelas ya preparadas en el paviemento para, en un pispás, ponerse a jugar.
Yo siempre paro en esta calle pues en una de sus cafeterías tienen horchata casera y los camareros me comentan que son los mayores los que primero se animan a jugar y luego ya, los pequeños les siguen. Yo aún no me he lanzado pero… todo se andará. Si es que me entretengo con la horchata y, claro, se me pasa el tiempo con esta delicia.
Seguimos por la costa mediterránea. En Cartagena hay otro guiño juguetón. Aquí por mucho empeño que le pongamos, lo de animarse a jugar se antoja un poco difícil. El peso del hormigón hace que ni siquiera podamos intentar mover el cubo de Rubik. Pero ahí está para hacer el paseo más divertido.
Y no acaba ahí la diversión. Si seguimos caminando por el muelle, encontramos un dado gigante. En él ya la suerte está echada.
“De dado a dado y”… terminamos este paseo por rincones divertidos en Jerusalén. Concretamente en la Plaza Valero. En ella hay unas amapolas sui generis. Vaya que tienen vida propia, sin necesidad de fotosíntesis. Les cuento el funcionamiento. Sus pétalos gigantes se abren al ritmo del ruido y movimiento de la plaza. Por la noche se iluminan (su tallo esconde el cable de la electricidad) Sombra y luz, día y noche. ¡Cuánta inteligencia la de los arquitectos que idearon este “jardín”! Lo más divertido es ver la sorpresa que causa en quienes caminamos por primera vez y vemos que a nuestro paso, “florecen” y se abren estos pétalos de par en par. Y cuando nos alejamos, se cierran a modo de despedida.
Yo quedé sorprendida cuando las vi en movimiento. Es fácil verlas desde el tranvía que te lleva al museo del Holocausto. Llaman tanto la atención que al final, si a uno le pilla con ganas de jugar, se baja en esa parada seguro. Razones no faltan, pues en la plaza hay un mercado, así que… ¡imagínense el trasiego de ruido, paseantes…!
Bueno y, nunca se sabe… ¡ojalá encuentren un tesoro! Mientras tanto, podemos seguir jugando en nuestras ciudades. ¡Páseme el dado que me toca!