En algunas ocasiones la línea divisoria entre la escultura y la arquitectura resulta difícil de trazar. Así sucede en el “Biomuseo”, todo un árbol arquitectónico.
Se accede por un tronco principal en el que se abren las “ramas” de sus salas de exposiciones. El tejado es de la máxima inteligencia: su material permite mitigar la acción del calor. Lo que es de agradecer porque está situado en el mismísimo istmo de Panamá.
Un tronco gris con flores de colores
La idea del arquitecto Frank Gehry era plasmar en el inmueble toda la biodiversidad de la naturaleza. Cuando lo estaba concluyendo advirtió que el predominio del acero le dotada en exceso de una tonalidad gris que no era acorde con el carácter alegre de los panameños. Nosotros, en cambio, como estamos más acostumbrados a su “hermano español” (el Guggenheim de Bilbao), tan grisáceo él, lo que nos llama la atención es justo el colorido del pariente panameño.
Este detalle del color me gusta mucho porque esta creación arquitectónica, además de tener en cuenta todos los factores del lugar donde iba a ser construido (vientos, temperaturas, etc), es casi un acto de amor. La mujer del arquitecto era panameña y quiso reflejar la alegría de sus habitantes.
Así que ideó para este “árbol-escultura” unas flores en “las copas de las ramas” con los colores primarios, que son visibles desde el avión. Si tienen suerte y les toca ventanilla, no se pierdan esta visión.
Puente de vida
Los tejados de colores son también un guiño a las casas tradicionales de Bocas del Toro. Fueron sometidos a una primera prueba de resistencia en Tailandia (la misma que se utiliza para los coches fórmula 1) y la han superado con éxito: tienen garantizada una vida útil de cincuenta años. Larga vida para este gigantesco “árbol”. Y más aún cuando está ubicado en una zona de tránsito y corrientes entre dos mares. ¡Menudo desafío!
En sus primeros momentos mucha gente dudaba de si resistiría a los fuertes vientos de la zona. Valiente su creador, sus planchas fueron sometidas en Colorado a una segunda prueba: la del “túnel de viento”. Y cuál fue la sorpresa que, lejos de quebrarse, el edificio se asentó aún más si cabe.
Lo mejor de la visita es poder perderse entre “las ramas”. Cada una de ellas les llevará a un descubrimiento distinto: cómo se formó el istmo, cómo se cerró, qué aves lo sobrevuelan, fósiles de tiburones encontrados en las excavaciones del Canal, etc.
Además de la resistencia, el material utilizado permite crear casi un microclima dentro (pese a que el atrio principal no tiene paredes). Ya les digo, la sabiduría de la naturaleza condensada en todo el edificio.
Y, como todo árbol, en él hay seres vivos. Que son -comentan orgullosos los guías- los visitantes del museo.
Al estar situado a la entrada del Canal, las vistas desde la copa son una maravilla. A lo lejos también se puede ver el skyline de la ciudad donde se apelotonan tantísimos rascacielos.
Así pues, si Vds. quieren escalar un árbol, este museo es bien frondoso desde sus raíces hasta la copa. Y está repleto de vida. Ah, y presten atención que como está al aire libre, cuando llueve, como en todo árbol, la lluvia penetra por sus ramas. Toda una caricia –y un baño- de la naturaleza.