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Darwin, ¿el turista?

 

Que levante la mano quién, en alguno de sus viajes, no ha entrado en una tienda de souvenirs. Y ya, puestos a sincerarnos, una vez dentro no ha podido resistirse a caer en alguna pequeña tentación de compra: que si un imán, una figura semicircular con nieve artificial en su interior, algún utensilio de cocina, una postal… Hacer el inventario de estas tiendas es casi un quebradero de cabeza bien complicado para los contables. Es de esas tareas que les llevan varios días.

Podemos estar tranquilos porque también a nuestro genio naturalista se le habrían ido los pies a estas tiendas. Y todo por ciertos parecidos y coincidencias asombrosas.

Tengo la prueba fehaciente (bueno, dejémoslo en fundados indicios) de que Charles (perdonen mi atrevimiento al llamarlo por su nombre de pila) habría disfrutado de lo lindo haciendo turismo por Egipto. Sobre todo, navegando por el río Nilo.

El árbol de la vida

El recuerdo más típico que todo el mundo compra en Egipto es un papiro. En especial uno que tiene dibujado en él una metáfora preciosa del árbol de la vida.

En cada una de sus ramas reposa un pajarillo. El más pequeño está en la rama más baja y simboliza la infancia. Va creciendo (aprendiendo) y cambiando de color y pelaje, hasta llegar a la copa del árbol. Ya lo tenemos en la etapa de la juventud. Mantiene la misma postura y mirada de frente a la vida, al futuro.

Nosotros, perdón nuestro ave, despliega sus alas, esto es, alcanza la perfección en la madurez pero ya la encontramos en una rama un poco más baja, cosas del devenir de la experiencia.

Y, este mismo pájaro, se gira, le da un poquito la espalda a la vida y ya se coloca en una rama cercana a la tierra: se nos hizo ya viejecito.

Esta evolución de la vida representada en las cinco fases y ejemplificada en un ave, tiene alguna similitud con los bocetos del árbol de la vida de Darwin. Convendrán conmigo que este científico –a buen seguro- habría comprado algunos de estos papiros egipcios.

La evolución en nuestros días

Pero ahora en estos tiempos tecnológicos del vivir resulta más complicado deslindar con claridad las etapas de la evolución de la vida. Los adultos somos (todavía) “jóvenes con experiencia”. Y vamos envejeciendo (sic) según la red social que más nos defina (atención al dato que ya los expertos anuncian que Instagram se está haciendo viejecita; Si Vds. son más amistosos en Facebook pues… ¡ejem!).

Mi buen amigo Ziliang Zhan me cuenta que en China hay redes sociales para grupos muy reducidos de franjas de edad. Por ejemplo, una de 12 a 14 años; Otra para los de 15 y así hasta un total de 21 red social. ¡Menudo lío! El las domina a la perfección. Qué complicado entonces saber qué edad y qué grado de madurez tiene uno por allí.

Bendita sencillez del Medievo

Pero si volvemos un poco la vista atrás, ya los más eruditos en la Edad Media simplificaron esta evolución de nuestras vidas en tres sencillas etapas: asombro, curiosidad y aprendizaje.

Y qué bonito resulta cuando el asombro no se pierde al cumplir años porque entonces la juventud se halla en la propia raíz y, en todas sus ramas, como la de nuestro árbol egipcio.

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