Estas tres palabras juntas son ya cosa de la antigüedad. A mí me encantaba cuando se decían en señal de respeto al entrar a una casa. Yo estoy al acecho por si todavía alguien por costumbre o descuido, pero nada. Como les decía, la modernidad se las llevó.
Nos vamos al pasado, a la época romana. ¿Se imaginan que para acceder a sus casas tuvieran que cruzar a diario una calzada romana? Pues esta particularidad la tienen unos vecinos en Sagunto.
Y, “con su permiso”, nos colamos en sus viviendas.
Todo comenzó en el momento de la excavación. Las plantas de sótano, según el diseño del proyecto, estaban destinadas al parking privado. Pero he aquí que aparecieron los restos una calzada romana (de más de 60 metros de largo) y también las huellas de viviendas, tabernas, cisternas…
Después de un tira y afloja de pleitos, en vía de ejecución de sentencia se llegó a una solución salomónica: el parking pasaba a estar ubicado en la primera planta, respetando de esta forma los restos del nivel -1 bajo rasante. El acceso al edificio lo es a través de un pasillo en voladizo. Y se dotaba al inmueble de una planta en altura más (para compensar la planta baja vacía). Todos ganaban.
Y de este modo han quedado a la vista todos los detalles de diseño en el trazado de las calles romanas: inclinación central; pasos de cebra; alcantarillado… Todo un manual de urbanismo inteligente. Siglos después se generalizaría el triple grito desde las ventanas: “¡Agua va!” como forma manual de recogida (ejem) de aguas residuales.
Los unos y los otros
Quienes no tenemos derechos reales sobre este edificio podemos también tener el privilegio de pasear por estas calles romanas que hoy forman el Museo Vía del Pórtico y Domus dels Peixos. Dato curioso: Los que acudimos desde fuera casi todos comenzamos la visita con nuestras caras pegadas a los cristales de la fachada antes de entrar al museo.
No sucede igual con los propietarios que cada día “atraviesan” con el carrito de la compra la calzada por el voladizo. Yo me fijé en este ir y venir de los residentes y, son muy pocos los que prestan atención a la joya que tienen bajo sus viviendas. ¿Será tal vez que ya lo asumen como parte de su paisaje diario monótono? Entonces, ¿la monotonía tiene el poder de eclipsar la belleza?
Siempre me he preguntado si aquellos que viven junto a la Torre Eiffel o, a dos calles del Coliseum y, todos los días con las prisas de llegar a tiempo, nada más salir del portal de sus casas, se topan con estos “vecinos monumentales”, a quienes quizás ya ni siquiera miran. Ya no admiran. Giran en el Arco del Triunfo como si fuera una rotonda cualquiera.
De lo cercano, ¿se puede llegar al menosprecio?
En este ir y venir cotidiano que puede eclipsar la admiración, si damos un paso más, ¿se podría pasar del “no verlo” al menosprecio? Aquello que tenemos a mano, lo más próximo y cercano; lo que vemos a diario, que dejamos de valorar como un lugar magnífico (mientras que otros recorrieron miles de kilómetros para verlo), lo podemos menospreciar tanto que… ¿incluso llegamos a destruirlo?
Hay un mar pequeño muy salado junto al Mediterráneo que agoniza. Quienes lo hemos “no visto” a diario, ¿lo hemos cuidado lo suficiente?
Delirant isti romani. O, ¿acaso no somos nosotros los locos?