Eran tres hermanas granadinas muy graciosas las tres. Las más joven tenía setenta años. Parecían la versión española de “Las chicas de oro”. En el salón de su casa tenían un gran sofá granate y cada vez que recibían una visita y se sentaba en él, el invitado terminaba llorando. Ellas ya lo alertaban antes de tomar asiento (por si prefería una silla). Lo llamaban “el sillón de la llantera”.
El diseño de nuestras ciudades está pensado para nuestro bienestar. Disfrutar de un largo paseo junto al río; una calle peatonal con encanto, chiquitita y silenciosa; decoración navideña muy luminosa, etc.
Pero, ¿qué sucede cuando no podemos estar bien? ¿Vivimos entonces en ciudades creadas en la utopía: “todo va bien”? Estos tiempos tan duros, de pérdidas -muchas-, pueden llevarnos a salir de ella, a mirar la realidad con otros ojos más sensatos y, a rediseñar nuestras ciudades de forma más amable.
El rincón de la llorera
La idea es trasladar aquel sofá tan acogedor de mis amigas granadinas por un lugar al aire libre con igual efecto de desahogo en nuestras ciudades, en el que se pueda estar y llorar sin que nadie pregunte: “¿Qué te pasa?”. Tampoco escuchar aquello tan socorrido (que tan poco socorro otorga) de: “Tranquilo, que esto va a pasar pronto”; Ni la estocada al refranero: “No hay mal que por bien no venga”.
Nada de eso. Este rincón es rompedor con todos estos comportamientos sociales arraigados. Se trata de poder llorar como si no hubiera un mañana. Con un kilo de klinex si fuera necesario. Que tuviera una puerta de entrada; varios rincones donde poder sentarse (no hace falta que sea un sofá, bastaría con unos bancos al efecto) y otra puerta de salida.
Estaríamos acompañados en este lugar con otras personas en iguales o parecidas circunstancias. Pero, por respeto, nadie preguntaría nada al otro que también estaría, como nosotros, llorando.
La naturaleza, una buena aliada
Aquí la naturaleza, -tan sabia ella-, sí nos ayudaría un poco. Este lugar podría estar sembrado de sauces llorones y también de “moreras lloronas”. Un injerto hace crecer las hojas de estas últimas en sentido descendente, a modo de lágrimas verdes gigantes que caen en cascada. Esta simbiosis con la naturaleza sería pura medicina. Los japoneses bien lo saben.
Y, si después de tanta llantera uno logra recuperarse un poquito, estas ciudades amables también están pensadas para poder disfrutar de los buenos ratos de la vida (que no todo va a ser llanto): ¿Se imaginan que un día soleado, una familia coge su mantel y comen todos en la zona de pic-nic de un jardín céntrico sin temor a hacer el ridículo?
Si, me temo que tal vez siga siendo una utópica. En mi defensa les diré que me he dejado llevar de la ilusión con las que vivimos estos días. Aunque yo me pregunto: dentro de la Red de Ciudades Creativas que tiene la Unesco y que abarca siete temáticas (literatura, diseño, música…), ¿acaso no cabría una octava para las ciudades amables? Yo sí viajaría a ellas.
Mira que si logramos hablar menos de smart-cities y más de estas ciudades amables…
Y hablando de amabilidad, queridos lectores, no quisiera yo despedir este año 2021 sin darles las gracias por todos estos “destinos leídos” que juntos hemos compartido en estos posts y desearles,
¡Feliz Navidad!