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Ana María Tomás

Escribir es vivir

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Recuerdo mi primer día de clase como profesora de Lengua y Literatura como si fuese ayer mismo. Yo sustituía a otra profesora accidentada. Carecía de experiencia como docente, pero por mi edad (circunstancias que no vienen al caso me impidieron estudiar hasta pasados los treinta, y ya madre de tres hijos) y mis anteriores trabajos era capaz de reconocer al primer vistazo quién se aplicaría en la tarea y quién me reventaría la clase. Y en aquel estreno lo supe. «Si te haces mala sangre, estás perdida», me dije. Allí, al fondo, con los pies sobre el pupitre, sin material alguno, me desafiaba un chico con evidentes ganas de hacerse notar y de mantener frente a los compañeros su fama de macho alfa. Los chicos estaban armando bastante bulla, pero las últimas filas eran atronadoras. Dudé por unos instantes si hacerme la despistada o tomar directamente el toro por los cuernos. Si fingía no haber visto su chulería, corría el riesgo de que se forjase de mí una primera impresión que no estaba dispuesta a dar. Y si me enfrentaba abiertamente a él, tampoco podía calibrar las consecuencias posteriores para ambos. Después de las presentaciones de rigor y de intentar poner un poco de orden en aquella algarabía, me acerqué sonriendo hasta él y le pedí que, por favor, me ayudara un poco a controlar semejante jolgorio. Como era previsible, aquello produjo, más que desconcierto en el resto de la jauría, un descojone monumental. Debieron de pensar en mi acierto al poner a la zorra a guardar gallinas. Por extraño que les parezca, aquello funcionó al menos en la primera clase, aunque él dejó patente una evidencia: la supremacía en el aula le pertenecía.

La siguiente clase, aun a riesgo de que pudiese sufrir el pitorreo de ser el preferido de la profe, o el pobre al que le tenía manía, le pedí que saliera a la pizarra y escribiera la frase que íbamos a analizar. Sin inmutarse, pero retador, me dijo que no hacía ningún trabajo, ni pensaba hacerlo en el resto del curso. Corría el inicio del segundo trimestre. Fingiendo aplomo, le pregunté la razón. Y él, con naturalidad, me dijo que la profesora titular le había dicho que era un completo desastre y que tenía el curso suspenso, así que, asumiendo el veredicto, para qué iba a realizar el menor esfuerzo. Por un instante, me pareció adivinar en sus ojos la derrota y también la pena, aunque él se rehízo con rapidez. Yo, por el contrario, no pude. Pensé en mis maestros, en mis profesores, en quienes despertaron en mí el amor por las letras, por la literatura, por la enseñanza. En cuantos me condujeron a confiar en mis capacidades y a poner en duda las suyas. En la humildad con la que aceptaban algunos de los descabellados planteamientos de crítica literaria… En aquel viejo profesor que me recordaba siempre que podía más de lo que creía, y que no debía dar cuartel a las dificultades o la desesperanza en cuestión de aprendizaje. Pensé en ellos, en cuantos me hicieron ser lo que soy hoy: una mujer orgullosa de que su título universitario atestigüe su mayor pasión: «Amor a/por las letras». Pensé en qué habría sido de mí si algún profesor me hubiese condenado a una profecía cumplida de fracaso. Y me apené de aquel chaval. Aguanté unas lágrimas rebeldes a ser contenidas y le dije: «Es posible que para la otra profesora hayas suspendido. Pero no lo estás para mí. De momento, tienes un diez. Todos tenéis un diez el primer día, y ahora solo debéis trabajar para mantenerlo». Aquel voto de confianza obró un milagro que ni yo misma, conociendo más tarde las circunstancias familiares de la criatura, pude imaginar.

Recuerdo que en los exámenes yo lo vigilaba especialmente, pero él jamás copió y sacaba unas notas brillantes. Terminó el curso feliz. Viéndose, quizá por primera vez, con unos ojos con los que jamás se había visto.

El último día del curso se despidió de mí dejando entre mi agenda una tierna y primaria carta de amor que custodio entre mis más queridas joyas literarias.

Algunos años después, lo encontré empujando un cochecito de bebé. Ambos sentimos alegría, aunque había vergüenza en su cara, como si sintiera que me defraudaba. Le pregunté por su vida y me dijo que trabajaba en una gasolinera pero solo porque yo no había seguido siendo su profesora. Porque… de haberlo sido, a saber dónde estaría él ahora.

Y entonces me consideré una estafadora: no había sido capaz de hacerle creer que en su interior le aguardaba todo lo que ya era. Y pensé que era una pena que ningún tema de las Oposiciones nos preparara para ello.

 

 

 

 

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