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Sargento Emilia

Por tierras afganas

Divisando a lo lejos los rebaños de cabras que seguían a sus niños pastores por las llanuras y dejando atrás los poblados de barro y arena que parecían deshabitados, el convoy militar circulaba, como a cámara lenta, por la única carretera de entrada al norte de la ciudad de kabul. Intrusos en el territorio, los vehículos iban atravesando escenarios desérticos bombardeados por rayos de sol incendiarios. La expedición, integrada por cuatro camiones de transporte, dos blindados RG 31 y una ambulancia civil con personal médico, avanzaba acompañada del runrún monótono de los viejos motores diesel y de la estela de humo negro que dejaban a su paso los tubos de escape. Al cortejo, mimetizado con el paisaje, le delataba una nube de polvo ocre visible a kilómetros de distancia en la yerma planicie afgana. Un terreno sin obstáculos pero que la acción del hombre había conseguido convertir en un recorrido peligroso, sembrado de amenazas agazapadas entre la arena.
En fila india, el convoy iba a cruzar la capital para acercarse al hospital de campaña que Médicos Sin Fronteras tenía instalado cerca de una de las mezquitas situada al sur de la ciudad. Flanqueadas por viviendas en planta baja, con techos de hojalata y con paredes de cemento sin pintar y repletas de anuncios publicitarios, eran unas instalaciones de fortuna a las que diariamente se acercaban enfermos que solían bajar de las montañas.
Recorrían kilómetros a pie, cruzando barrancos por la abrupta orografía de un paisaje lleno de contrastes, en busca de asistencia facultativa, medicamentos o intervenciones quirúrgicas sólo posibles gracias a los recursos aportados por el primer mundo.
La encrucijada de caminos, en la que se instalaba el mercado, estaba llena de autobuses cuyos pasajeros viajaban amontonados en su interior o subidos en el techo, agarrados a sus oxidadas carcasas. Las furgonetas destartaladas, que transportaban personas mezcladas con mercancías, se disputaban la calzada con las carretas repletas de hortalizas y cereales y arrastradas por animales escuálidos y con las bicicletas que circulaban siguiendo un orden caótico que obviaba cualquier prioridad o norma susceptible de ser reivindicadas. Los vehículos de dos ruedas eran auténticos artefactos diseñados por sus dueños en función de sus necesidades de transporte, accionados con las manos o con los pies. Sus remolques, soldados en la parte trasera o delantera, se desbordaban repletos de enseres y desprovistos de cualquier elemento de seguridad. Cerca de las vías de circulación se ubicaban los tambaliches donde se amontonaban, formando un caleidoscopio de colores, las frutas y verduras para su venta. Llamaba la atención las cestas que ofrecían sus pistachos, almendras y pasas y las grandes sacas colmadas con especies multicolores que llenaban el ambiente de aromas, que se mezclaban con los olores que desprendían los alimentos perecederos expuestos al sol: enormes piezas de carne roja colgadas, que los clientes podían tocar antes de invertir en ellas las escasas rupias de las que disponían.
Los afganos iban ataviados, a pesar del calor, con abrigos de color canela o grises, que les cubrían las piernas, y con turbantes que acentuaban su delgadez y que coronaban sus cabezas sudorosas de piel cuarteada, oscurecida por el sol y por sus barbas lampiñas. Era una población mayoritariamente masculina y cuyas escasas mujeres ocultaban su figura bajo unos burkas azules celeste o añil, con los que algunas protegían del caos a sus hijos de corta edad. El convoy quedó detenido cuando una mula se cruzó al paso de uno de los camiones. Permaneció parada en medio de la calzada, negándose obstinadamente a seguir su camino, a pesar de que su dueño la emprendiera a golpes con el animal. Cuando el conductor optó por dar marcha atrás para esquivar al equino, por encima del rugido del motor, unos gritos y bocinazos le alertaron de que tenía que detenerse. Un ciclista había intentado cruzar por la parte trasera del camión, en el preciso momento en el que este emprendía la marcha retrocediendo. Después de embestirle, la víctima fue arrastrada bajo los potentes neumáticos del transporte. El médico, identificado con su chaleco blanco con las siglas MSF, que había salido corriendo de la ambulancia maletín en mano, sólo pudo certificar la muerte del pastún, por heridas incompatibles con la vida. Los hierros de la bicicleta permanecían prensados bajo el chasis del camión, mientras el cuerpo mutilado dificultaba la identificación del infeliz. Pronto el cadáver fue pasto de las moscas, a pesar de la manta que le recubría, y de las miradas de los curiosos.
En otras circunstancias el cuerpo hubiera sido retirado sin papeleo ni mayores consecuencias al tratarse de un accidente que todos hubieran atribuido a la mala suerte. Pero en Afganistán, morir atropellado, por el vehículo militar de cualquier ejército extranjero, supone la posibilidad de cobrar una indemnización económica que resulta astronómica, en medio de tanta pobreza, e inconcebible para la familia del fallecido y para su inesperada y luctuosa buena suerte.

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Versión policial

Sobre el autor

Sigo con mi "Versión Policial" en un intento por destripar una realidad urbana que el ciudadano en ocasiones apenas intuye. Con "Ficción Literaria" les hago partícipes de mis devaneos con la escritura. Más en mis blogs: Sexo Exprés y Stop Bullying


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