Se conoce como serendipia un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. La historia de la ciencia está llena de estas felices situaciones que han contribuido al desarrollo de la humanidad. Uno de los casos más conocidos es el del descubrimiento de la penicilina, que tantas vidas ha salvado y que se produjo por una concatenación de circunstancias accidentales, aunque en honor del doctor Fleming hay que reconocer su capacidad para percatarse del hallazgo y sus implicaciones. Y la serendipia ha actuado también en sectores relacionados con la alimentación. La sacarina fue descubierta en 1879 en el transcurso de una investigación con derivados de la brea del carbón… y todo porque a un investigador se le olvidó lavarse las manos y al llegar a casa encontró su comida especialmente dulce. El magnetrón era un componente básico en la construcción del radar, elemento bélico decisivo en la defensa de Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. Es el caso que en 1946 un científico estaba probando uno de esos magnetrones y al meter la mano en el bolsillo de su pantalón, donde llevaba una tableta de chocolate, descubrió que este se había derretido. Había descubierto el horno microondas. Los mercaderes de vino medievales hervían el vino para extraer el agua y que la carga ocupara menos espacio; luego, en destino, volvían a añadirla. Hasta que a alguien se le ocurrió no hacerlo. Había nacido el Brandy. En 1853, el chef George Crum quiso castigar a una clienta especialmente torrante que le acusaba de servir las patatas muy gruesas, así que preparó unas del grosor de un papel. Sin quererlo inventó las patatas chip. Y así hasta el infinito. ¿Qué sería de nosotros sin las serendipias?