Es ahora cuando tenemos que modular nuestras costumbres como consumidores para reducir la improvisación y la ansiedad
En el mundo clásico fue el ágora, plaza donde se reunían los ciudadanos; en la España del siglo de Oro, los mentideros, lugares públicos donde los ociosos comentaban las noticias de la Villa y Corte; en nuestros tiempos… el supermercado, la gran superficie. Ágora, mentidero, reunión, asamblea, plaza, foro, junta… punto de encuentro de familias, ir al supermercado se ha convertido para muchos en un verdadero placer y para otros muchos en una necesidad, mucho más allá de la de proveerse. Pero no nos equivoquemos; a diferencia del ágora o el mentidero (o incluso de una asamblea de vecinos), nada es inocente en un supermercado. Una vez conseguido que el futuro comprador sea tragado por sus fauces, un ejército de expertos en el arte de torcer nuestra voluntad pone en marcha todo un catálogo de técnicas para que aflojemos el bolsillo.
Ahora, en momentos de incertidumbre, miedo y ansiedad provocados por un maldito virus, todas las trampas que el marketing de supermercado nos ponía cuando hacíamos la compra en condiciones de normalidad multiplican exponencialmente sus efectos. Si, como aseguran los expertos, entre el 30% y el 60% de las ventas realizadas en los supermercados son compras espontáneas, compras por tanto en las que el consumidor se deja llevar por impulsos, imagínense en la actual situación hasta dónde se pueden disparar esos porcentajes. Claro que lo de ‘espontáneas’ es un decir.
Seguro que reconocen algunas de esas estrategias, aunque no piense en ellas cuando pasean entre los coloristas lineales: la entrada al local siempre se sitúa a la derecha, porque la mayoría de las personas camina inconscientemente por ese lado; cuanto más grandes los carritos, más animan a comprar. ; la música es rápida en las horas punta, para que nos demos prisa; y lenta si está vacío; observarán que hay zonas estrechas que provocan aglomeraciones: no son un error, nos obligan a ir más despacio y fijar nuestra visión periférica en los lineales; los productos más baratos se ubican a ras de suelo, los más caros arriba, los que más interesa vender, a la altura de los ojos; los productos de primera necesidad (pan, leche… ahora la comida para llevar) están al fondo del establecimiento, obligándonos a recorrerlo entero para llegar a ellos, sometiéndonos así a un sinfín de tentaciones; la distribución de los artículos cambia radicalmente cada cierto tiempo, de tal manera que desaparecen los recorridos automáticos que los consumidores hemos ido grabando en nuestro inconsciente y obligándonos a buscar cuidadosamente lo que ¿necesitamos?; frutas y verduras, siempre al principio porque así, tras pasar por ese espacio aliviaremos nuestra conciencia y ya aligerados de culpa nos adentraremos más alegremente en el mundo de los caprichos; chicles, golosinas, revistas, barritas energéticas, pilas… productos de poco valor absoluto, superfluos, pero con mayor porcentaje de beneficios se nos ofrecen colocados junto a las cajas, llamando insistentemente nuestra atención mientras hacemos la cola para pagar… y así ‘ad infinitum’
Y ahora, entremos en este océano plagado de sirenas lanzándonos sus seductores cantos apurados por las medidas de confinamiento, temerosos ante rumores, fake news y augures apocalípticos llegados a lomos del Covid-19. Y el escaso porcentaje de racionalidad que le quedaba a nuestras decisiones de compra se desmorona. Así, el miedo irracional al desabastecimiento se convierte en una profecía autocumplida, dado que aquel se acaba produciendo precisamente por el acaparamiento que provoca el miedo que produce. Y así, en una surrealista versión de la segunda ley de Newton mucha gente reacciona ante el acoso de un virus con la pulsión de limpiarse salva sea la parte o de comprar ultraprocesados en una cantidad más letal que el propio bicho de marras.
Es ahora cuando tenemos que modular nuestras costumbres como consumidores para reducir la improvisación y la ansiedad. Es ahora cuando tenemos que ser más fríos y conscientes que nunca cuando cruzamos las puertas del súper, convencidos de que no se va a producir desabastecimiento. Y eso se consigue planificando cuidadosamente (y reflexivamente) la compra, estableciendo listas cerradas en base a una programación semanal de menús y otras necesidades del hogar y espaciando las visitas a los lineales. No solo para evitar contactos indeseados con superficies manoseadas por cientos de personas (¡las barras de agarre de los carritos!), sino para evitar en lo posible la exposición a los cantos de sirena, atándonos, como Ulises, al mástil de la razón.