A la endémica falta de camareros se ha unido, tras la pandemia, la huida a otros sectores menos expuestos que una hostelería castigada por el Covid-19
Se avecina una crisis de personal. Ahora la gente, con esta pandemia, valora otras cosas, quiere vivir, hay un cambio de actitud con respecto al sacrificio y al esfuerzo, y de todo eso hay que tomar nota». Esto no lo ha dicho cualquiera; lo ha dicho Joan Roca, uno de los mejores chefs del mundo que dirige un grupo de empresas de restauración –no solamente el mítico Celler– con una plantilla global de 175 personas.
Y es que en el país de los camareros… faltan camareros. Formados, se entiende. Se trata de una queja recurrente por parte de los empresarios de la restauración de un fenómeno que este año, tras la pandemia, se ha intensificado. El gran Roca advierte de que «el reto y la asignatura pendiente son cuidar a la plantilla, sometida a interminables jornadas laborales, con dobles turnos. Los restaurantes que puedan hacerlo tendrán que tratar de mejorar las condiciones laborales de sus equipos». Un argumento este, el de los bajos salarios, jornadas maratonianas, imposibilidad de conciliación familiar, duras condiciones de trabajo como explicación para la escasez de camareros, que es rechazado de plano por José María Rubiales, presidente de la Asociación de Cafés, Bares y Afines de la Región de Murcia. El propietario de El Palco del Parlamento y de El Parlamento Andaluz –hay que celebrar su reciente reapertura– considera estas afirmaciones como un cliché repetido sin fundamento que hace referencia a otros tiempos. Asegura Rubiales que existe una nueva generación de empresarios de hostelería que están cambiando las cosas, cuidando de sus plantillas y trabajando desde el respeto a la legislación laboral. Estoy de acuerdo con él; jóvenes y no tan jóvenes. Conozco a muchos de esos empresarios, ellos mismos bien formados, algo clave, por cierto, para que las cosas funcionen como deben en los negocios- que se preocupan de formar a sus plantillas y de asegurar condiciones laborales más llevaderas. Saben, además, que esas condiciones más favorables para el trabajador de la restauración aseguran una mayor fidelidad de las plantillas. El mismo Joan Roca señala la diferencia entre la época en la que su equipo trabajaba catorce horas y la actual en la que hay dos turnos de ocho: «El equipo antes nos duraba uno o dos años y ahora permanece con nosotros».
Pero también es cierto que siguen existiendo hosteleros que mantienen prácticas lamentables –e ilegales– con sus trabajadores, con contrataciones draconianas, horarios imposibles, sueldos precarios y pagos en ‘B’, especialmente entre aquellos negocios vinculados al turismo. Y es importante ser conscientes de ello porque esta parte de la hostelería está perjudicando gravemente a todo el sector, incluyendo a quienes lo hacen bien. Cualquier persona relacionada con la hostelería sabe que estas prácticas se producen.
Augura el propietario del Celler de Can Roca que «ir a un restaurante va a ser más caro en el futuro, debido a que se incrementarán los costes de personal. De hecho, hay una migración a otros sectores, a otras actividades, que permiten llevar otro tipo de vida, y eso supone un problema para la restauración». Esa migración a otros sectores se ha incrementado tras la pandemia, que ha atacado fundamentalmente a la hostelería. Las restricciones puestas en marcha para afrontar la Covid-19 han provocado el cierre de miles de negocios, la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo –que ahora se están recuperando– y han evidenciado que, en estas situaciones, el sector es frágil e inestable, especialmente entre los negocios más ‘populares’ o modestos. Las propias características del negocio –espacios de encuentro y contacto personal, complejidad operativa, manipulación de alimentos– lo señalan como presa fácil ante una situación de transmisión vírica. Esta inestabilidad, este riesgo que la pandemia ha puesto en evidencia es una de las claves de la ‘huida’ de los trabajadores hacia otros sectores que han demostrado ser más resilientes ante estas situaciones –construcción, alimentación y distribución…– y, por tanto, más estables.
Son dos, por tanto, las claves de esta escasez de camareros: las condiciones del propio trabajo –incluso en la mayoría de los negocios, donde se hacen bien las cosas– y la fragilidad en la que la pandemia ha colocado al sector. Y es muy duro pedirles ahora a los empresarios, que están empezando a salir de una dramática situación –con miles de ellos cuyos negocios no han sobrevivido–, que incrementen sus costes de personal. No veo más soluciones que ir acabando con esas malas prácticas, reinventar de alguna manera la forma de trabajar del resto y la puesta en marcha de planes de choque, por parte de las administraciones y de las asociaciones profesionales, para la formación de trabajadores y –¿por qué no?– empresarios. Por desgracia, ninguna a corto plazo que pueda resolver el problema inmediato.