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Pachi Larrosa

El Almirez

La cocina olvidada

Hemos perdido el contacto con la naturaleza, y con la cocina más cercana a ella

Tomo prestado  (copio, vamos) el título de un interesante debate en el que participé en febrero del año pasado en la escuela de Hostelería de Cáritas sobre esas cocinas basadas en los productos más a mano, muchos de ellos silvestres, es decir, no cultivados, que eran propios de la alimentación no hace tanto tiempo, de un par o tres generaciones atrás. A poco que nos preguntemos ¿cómo se alimentaban los murcianos en los años 50 y anteriores? ¿De dónde obtenían sus recursos? Recordaremos que no tenían supermercados ni centros comerciales,; aquí no habían llegado los alimentos procesados; no existía la comida a domicilio, ni la comida  precocinada, y por supuesto, tampoco existía Internet, ni Google, ni faceebook… ¡ni móviles!

Eso sí: contaban con mercadillos, donde los agricultores acudían a vender sus productos tal cual salían de la tierra, productos que no habían visto una cámara, y manejados en una línea de distribución muy corta, sin intermediarios. Por supuesto tenían colmados, tiendas de barrio; y la venta ambulante: los carros que repartían por los pueblos y las ciudades alimentos, una especie de ‘delívery’ ‘avant la lettre’…  Y la gente del campo, de la huerta, tenía lo que cultivaba o recolectaba, y los productos de los animales que criaba  y cazaba: el cerdo, las gallinas, los conejos y las cabras… Es decir productos frescos y de temporada transferidos directamente o casi del productor al consumidor, y recolectados o cultivados  en un auténtico ‘kilómetro cero’, no como el de ahora.

Y si se comía fuera de casa, pasaba lo mismo: no existían Mac Donalds ni Burguer King, no existían pizzerías, pero sí había ventas, posadas y ventorrillos donde lo que se comía se acercaba a lo que se comía en casa. Por lo tanto, había que aprovecharlo todo, y el huertano exprimía los frutos de la tierra: los que cultivaba y los que crecían por su cuenta, sin su intervención.

Un ejemplo de todo esto los tenemos en la ‘Ensalada buscá’, compuesta por aquellas hierbas silvestres que crecían alrededor de las casas, en carriles y azarbes -cerrajones, picopájaros, collejas,-, y que eran recogidas por huertanos y huertanas que salían en su busca: de ahí lo de ‘buscá’. Todavía hoy me encuentro con vecinos -de provecta edad y piel curtida de un pasado entre  bancales-, buscando vinagrillos, hinojo, lavandina, romero y tallos por los pinares de El Valle. Una actividad ya residual que se ha convertido en algo exótico.

Y entonces se cocinaba. Y mucho. Porque no había otra alternativa para alimentarse. Largas cocciones (una técnica, por cierto, aportada por la cocina sefardí) a fuego lento, antecedente histórico de la tan ahora extendida y celebrada cocina a baja temperatura -nada nuevo hay bajo el sol-. La relación de las cocineras -eran ellas, siempre- con los productos era personal, directa, y los aromas y los sabores representaban  un anclaje sentimental e identitario definitorio de un territorio y sus habitantes. ‘Residuo cero’, otro concepto ¿moderno?, que tenía entonces su máxima expresión. Nada si tiraba, todo se aprovechaba. La olla gitana era un plato en el que se aprovechaba todo lo que sobraba al final de la jornada en los mercadillos: de ahí esa gloriosa conjunción de un guiso de cuchara con fruta integrada como un guante en la receta. El zarangollo es un revuelto hecho con lo que se tenía a mano en la huerta: cebolla y calabacín y si acaso y era posible un  par de huevos para cuajar este popular revuelto convertido hoy en una de las joyas de la gastronomía murciana. Productos casi perdidos como el ajoelefante, en realidad una planta que se usaba como elemento ornamental en la huerta y que produce cabezas de ajo como melocotones: la verdolaga, de carnosas hojas que se usaba  indistintamente para alimentación humana y animal; y así, ‘ad infinitum’.

Cocina olvidada, arrumbada al espacio de la nostalgia por  el vértigo de una sociedad moderna que no deja tiempo para trastear en los fogones; que nos ha concentrado  a la mayoría de la población en esos burbujas de asfalto que son las ciudades, alejándonos de la tierra; que ha sustituido los productos frescos por platos preparados, precocinados, procesados, ultraprocesados; que ha convertido el resultado de cada compra en un muestrario de plásticos, cartones, envoltorios, en un volumen tal que están poniendo en peligro el medio en el que vivimos y apartando al rincón de los ‘friquis’ la adquisición de graneles

Pero cocina a la que se empieza a volver, esta vez de la mano de los prescriptores verdaderamente influyentes: los grandes chefs que tras la traumática experiencia global de la pandemia, están regresando a las raíces, al suelo que pisan sus pies, a la recuperación de especies olvidadas y de sabores desaparecidos.

Sobre el autor

Periodista, crítico gastronómico. Miembro de la Academia de Gastronomía de la Región de Murcia.


octubre 2021
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