Aprender habilidades culinarias desde niño es la mejor manera de proyectar un futuro autónomo y saludable
Una persona que sabe cocinar tiene más recursos para dirigir su propia vida, para alimentarse de manera más saludable, para prevenir enfermedades y, en definitiva, para ser más feliz.
De ahí la importancia de la adquisición de habilidades culinarias desde la infancia, de la misma manera que se considera fundamental la adquisición de otros muchos conocimientos claves en su desarrollo personal futuro. Lo crucial es que el niño se familiarice con los productos frescos, conozca su olor color, textura… y origen; que los conecte con la naturaleza donde han crecido, así como con los procesos que, mediante la cocina, se convierten en alimentos beneficiosos para el cuerpo humano. Y esto no solo es importante en el caso de los niños. Hoy, en este trepidante mundo, delegamos en muchas ocasiones nuestra alimentación en la industria, cuyo objetivo principal no es cuidarnos ni proporcionarnos una comida saludable, sino atender a su cuenta de resultados. Como señala el investigador Michael Polland, «la idea de que los alimentos están conectados con la naturaleza, el trabajo humano o la imaginación es difícil de concebir cuando nos llegan en un paquete totalmente preparados», sin saber cómo, por quién y, lo más importante, con qué añado yo.
Y tan importante es que ayuden en la cocina como que acudan -siquiera ocasionalmente- con sus padres a hacer la compra. Que conozcan la abismal diferencia que existe entre la zona de verduras y frutas, la pescadería o la carnicería, de los lineales donde se exponen los alimentos procesados procedentes de la industria alimentaria. Es preocupante observar el contenido de muchos de los carritos en las colas ante los cajeros de los supermercados: abundan los ‘empaquetados’, las salsas preparadas, los refrescos azucarados, la bollería industrial, los alimentos preparados. Si un niño no cocina o acompaña a sus padres a la compra difícilmente discriminará entre un producto fresco cocinado y uno industrial, cargado de grasas y, sobre todo, azúcares. Ambos aparecerán sobre la mesa como por arte de magia, ambos sin su intervención previa. A sus ojos la comida –toda, venga de dónde venga– se convertirá en una especie de abstracción: un tetrabrick de leche tendrá para ellos el mismo origen que una pizza congelada: el lineal del súper, en ningún caso una vaca. El problema se agudiza si pensamos que nuestra adscripción a la comida preparada y a los productos industriales tienen otro efecto negativo: la disolución de la institución de la comida compartida en el hogar. Esa ‘comida’ preparada o lista para servir no exige ya un horario común y favorece la disgregación ante la mesa. Una mala noticia porque es en esas comidas familiares cuando los niños aprenden a conversar, a escuchar, a comer y a cuidarse. El ya mencionado Polland habla de «las contradicciones culturales del capitalismo», es decir, «su tendencia a socavar las formas sociales estabilizadoras de las que depende».
Y es que, además, los niños son presa fácil de los ‘trucos’ del marketing alimentario y de las manipulaciones de la industria para lograr mayores cotas de ventas. En 2008 el catedrático de psicología experimental de Oxford, Charles Spence, realizó un estudio sobre la sonoridad de las patatas fritas. Como lo oyen. Y él y su equipo llegaron a la conclusión de que aumentando la sonoridad que provocan unas patatas fritas al morderlas hacía que fueran percibidas por el consumidor como un 15% más crujientes y frescas. La industria se aplicó al cuento y encontró la manera de incrementar esa cualidad, con un inmediato reflejo en las ventas. Algunas bolsas cuando se manipulaban elevaban un sonómetro a los 100 decibelios, similar al volumen de un camión en marcha o de una banda de rock. Si unimos a eso la sal y las grasas, las convierten, como todos hemos comprobado empíricamente en un producto adictivo.
Es verdad que los padres lo tienen difícil, aunque hay trucos avalados por la gastrofísica. Una investigación concluyó que niños de ocho a once años de edad comieron dos veces más zanahorias «de visión de rayos X» que de «zanahorias normales». Si sabemos que a nuestros hijos no les gusta mucho una determinada verdura, sirvámosla en un plato grande –al contrario de lo recomendable cuando un adulto tiene que hacer dieta–; percibirá como mucho menor la cantidad que debe comer. El diseño de los recipientes también tiene su importancia: por ejemplo, si servimos la comida a los niños en cajas de cartón como las de los Burger, la comida les sabrá mejor, sostienen los gastrofísicos.
El sabor no está en la boca, está en el cerebro. Es el resultado combinado de todas nuestras percepciones sobre la comida y lo que la rodea en el momento de ingerirla. Educar esa percepción desde niños es vital para determinar cómo se enfrentará a la comida el resto de su vida y, por tanto, su salud.