Mientras la restauración de calidad resurge del Covid con fuerza, bares y restaurantes populares no levantan cabeza
Hay una serie de movimientos o tendencias que van a cambiar la restauración y la hostelería a corto y medio plazo, ya presentes con anterioridad pero que han adquirido un gran impulso como consecuencia de la pandemia. Estas corrientes están cambiando tanto nuestra relación como clientes con la restauración, así como nuestros hábitos de consumo de comida no cocinada en los hogares. Y como suele ocurrir, estos procesos dejarán atrás cadáveres, y no solo los de los miles de negocios de restauración que ya han cerrado, incapaces de soportar las consecuencias de las restricciones impuestas por las autoridades.
En primer lugar parece claro que el sector de la alta cocina, lo que podríamos llamar la clase alta de la restauración, que salvo excepciones y con mucho esfuerzo ha podido aguantar este año terrible sin bajar la persiana definitivamente, va a resurgir con inusitada energía, endurecida por la travesía del desierto y equipada con nuevas herramientas para diversificar y flexibilizar sus negocios. Remitiéndonos solo a Murcia, los ejemplos son copiosos. José Cremades del Grupo La Cangreja abre nuevo chiringuito de lujo, esta vez en Mazarrón, a la vez que se instala en La Manga, en lo que anteriormente fue Macondo; David López abre espacio veraniego en Trips; hay al menos dos grandes proyectos de nuevos restaurantes en Cabo de Palos, María y Miguel Ángel de Perro Limón abren nuevo espacio en Campoamor y Juan Pablo Ortiz, de Barriga Verde abre también, a finales de mes, restaurante en Águilas: El Alboroque. Estos y otros muchos ejemplos dan fe de algo que ya sabíamos: de la capacidad del sector regional para reinventarse y adaptarse a los cambios, factor darwiniano clave para alcanzar el éxito. Así que, de aquí al verano veremos una avalancha de aperturas y reaperturas, covid mediante.
Una segunda corriente que está entrando como un tsunami en la hostelería es el de la restauración organizada, que también podríamos llamar industrializada. Es verdad que según el último estudio realizado este mismo año por Marcas de Restauración, la patronal del sector, el desplome de la facturación, al cierre del ejercicio de 2020 ha sido del 50% respecto del año anterior. Sin embargo se han mantenido las aperturas previstas antes de la pandemia y es un sector abocado a un gran despegue a lo largo de este año, favorecido por las nuevas formas de consumir comida fuera de casa, por un lado, por la proliferación de aplicaciones para el móvil que permiten hacer un pedido desde el propio domicilio y por la multiplicación de plataformas dedicadas al servicio de repartos.
Este tipo de restauración ha logrado desprenderse de la imagen asociada exclusivamente a la comida rápida o al antiguo movimiento de franquicias, para, en muchos casos, vincularse a estándares de restauración de calidad. Su músculo financiero –el de las ‘casas madre’– les ha permitido atravesar este ‘annus horribilis’ (si bien con grandes pérdidas) y aprestarse para su resurgimiento. Todo ello favorecido por la masiva llegada de las ‘cocinas oscuras’, la mayoría en manos de las grandes plataformas de reparto de comida a domicilio. Se trata de instalaciones que no están asociadas a ningún restaurante, en las que se cocina masivamente para el reparto a domicilio o para terceros –otros ‘restaurantes’–. A esto se añade lo que se denomina ‘la última milla’: proliferación de pequeños almacenes y puntos de recogida distribuidos por las ciudades, asociados a estas cocinas, lo que incrementa la eficacia de los repartos. Y a la fiesta se han unido los grandes supermercados. Los gastrosúper o gastromercados son la versión moderna y urbana de aquellos pequeños establecimientos de barrio donde se podían adquirir unas lentejas, un cuarto de pollo asado o unas albóndigas en tomate cuando nos fallaba la despensa doméstica.
Y en medio, la víctima propiciatoria: el bar de barrio, la taberna de debajo de casa, ese negocio familiar de 40-60 metros cuadrados con una humilde barra, cuatro mesas en la terraza –si la hay– donde tomarse el cafetito de la mañana, la tostada o la puntica del almuerzo o el menú del día a 9 euros, bebida y postre. Ya lo han sido con la pandemia: la inmensa mayoría de los 1.000 negocios de hostelería cerrados en la Región este año son este tipo de establecimientos. Y serán más. Y será una desgracia. Estos bares y cafeterías son como un servicio público. Cientos de miles de trabajadores, empleados, amas de casa, profesionales… resuelven en ellos sus necesidades cotidianas de alimentación, de relación y de ocio. Todo ello sin hablar de que representan el sustrato, el escenario de las manifestaciones más genuinas de nuestra forma de ser y de relacionarnos con los demás.
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