Somos presa fácil de las maniobras del marketing alimentario, que se aprovecha del funcionamiento de nuestro cerebro para sus objetivos
En psicología se denomina ‘sesgo cognitivo’ a una distorsión de nuestra percepción de la realidad, una interpretación errónea de la información que recibimos que nos lleva a tomar decisiones alejadas de la racionalidad. Ese sesgo puede ser innato o inducido y es una de las ‘brechas’ entre las que se introduce el marketing para vender. Un ejemplo: el llamado sesgo de observación selectiva se produce cuando nuestra atención se enfoca exclusivamente en función de nuestras expectativas previas, obviando el resto de la información. Existen muchas clases de sesgos y todos ayudan a modular y modificar nuestra percepción, por ejemplo, frente a la comida. ¿Cómo es posible que mucha gente esté dispuesta a pagar por productos alimentarios que, según la información objetiva, son perjudiciales para nuestra salud?: creando unas expectativas previas al acto de compra sobre la base de emociones, no de razones: el diseño, el envase, la publicidad, el precio, la información pseudcientífica sobre el producto… de mil maneras. Y funcionan. Y nos olvidamos de los datos nutricionales de la etiqueta y de lo que sabemos sobre grasas o azúcares
Una de las grandes tendencias en alimentación -tanto en el ámbito del gran consumo como en el de la restauración- es el de buscar una comida más saludable, y un estilo acorde con ello, el llamado ‘healthy life style’. Paralelamente, la pandemia ha provocado una regresión hacia lo esencial, lo local, lo más cercano, hacia la simplicidad del plato, alejado de artificios volviendo la mirada a las bases tradicionales de las cocinas. Hace más de 40 años nació en Italia el movimiento ‘Slow food’, que buscaba la defensa de las tradiciones regionales, la buena alimentación, el placer gastronómico, una cocina directa, cercana al producto y sin atajos, así como un ritmo de vida lento. De su ‘paternidad’ surgieron conceptos como ‘kilómetro cero’ en España, o el sello ‘Fait maison’ -hecho en casa- en Francia. Pues bien, una de las vías más efectivas de aprovechar ese sesgo de observación selectiva es etiquetar algo, asociarlo a una palabra o dos que contengan un mensaje simple, aunque remita a un campo semántico complejo. ‘Light’ –‘ligero’- denota algo con poco peso, pero connota mucho más. Nuestro cerebro asocia a todo producto que lleve esa impronta a algo beneficioso, que no engorda. Y no se plantea nada más. Lo mismo ocurre con todas esas marcas –‘eco’, ‘sin’, ‘casero’, ‘bio’… y ‘slow’, es decir ‘lento’, que en realidad connota ‘despacio’, ‘tradicional’, ‘local’. Pues bien, para aventurar por dónde van las tendencias de consumo de alimentos, las mejores pistas nos las da la observación de los derroteros de la industria. Una de las últimas innovaciones por parte de la industria alimentaria es un auténtico oximorón, un verdadero dislate lingüístico: el ‘express slow food’, que en una traducción literal sería ‘comida rápida lenta’. Los técnicos del mercado lo denominan ‘un nuevo concepto de alimentación’ y consiste en una línea de productos vegetales “preparados de manera lenta y tradicional”, elaborados para ser consumidos de manera inmediata, sin necesidad de ser cocinados, calentados ni aliñados de manera alguna, consumibles en cualquier lugar -en la mesa de trabajo, en el banco de un parque…- y, por tanto, adaptados al trepidante ritmo de la vida moderna. Genial. Desde luego, aquí no sabemos dónde está el ‘slow’, idea que remite a una elaboración casera, a pequeña escala, consumida en compañía, en las antípodas de una producción industrial, y desde luego casa mal con su declarado diseño para un rápido consumo, en solitario, de cualquier manera y en cualquier lugar.
Hay que recordar aquí que el movimiento ‘Slow food’ nació como reacción a la extensión por todo el planeta de la ‘fast food’ -comida rápida- surgida en estados Unidos y, por tanto, como una barrera al avance de la ‘macdonalización’ de la sociedad y la homogeneización del gusto, defendiendo los aromas y sabores -y por tanto los productos- que identifican a cada territorio. Es verdad que, pese a la pandemia de hamburgueserías pretendidamente gourmets, se ha acabado asociando la ‘comida rápida’ con la ‘comida basura’. Es cierto también que estos nuevos productos están entre los más saludables de los producidos por la industria alimentaria -ninguna objeción al respecto- , pero el genio al que se le ocurrió la etiqueta demostró muy poco respeto por un movimiento nacido hace décadas y hacia el que ahora todos los grandes chefs vuelven, de una u otra forma, la vista. Todo sea por aprovechar los sesgos cognitivos.