Cuando vamos a un supermercado, a una tienda del barrio, a un mercadillo, hacemos permanentemente una cosa de la que apenas somos conscientes: contamos. Contamos el número de botellas de agua que necesitamos, contamos el número de cebolletas que vienen en un manojo, o el número de kilos de patatas que nos vamos a llevar. Contamos el dinero en la caja, el número de bolsas de plástico que necesitaremos para cargar con la compra… contamos. El hombre se ha pasado la vida contando desde los albores de la civilización. Nuestros ancestros necesitaban contar las bayas que habían recogido o las piezas de caza que habían cobrado, y necesitaban contar a los miembros de su grupo para poder repartir equitativamente el alimento. Y para contar necesitaban un sistema de referencia. En un principio, el único que tenía a sus disposición era su propio cuerpo, aquél que tomaba como base los dedos de la mano y/o los del pie; de aquí derivan sistemas de cómputo quinario (base cinco), decimales (base diez) o vigesimales. Posteriormente se usó también el sistema duodecimal (de base doce) que tomaba como referencia el conjunto de las falanges de los dedos de la mano, excluyendo el pulgar, que servía para contarlas; ya saben, a tres falanges por dedo, doce falanges. Y he aquí que en el mundo de las computadoras (que no son sino máquinas de contar) perviven huellas de aquellos sistemas: los paquetes de botellas de agua, de leche o de cerveza contienen seis unidades, los huevos los pedimos por docenas (¿Por qué no por decenas?) y en los bares , cuando queremos darnos un homenaje pedimos una docenita de gambas (no diez ni siete).
La próxima vez que compren huevos, piensen en lo que la huella de estos sistemas primitivos de computación supone para la industria de la distribución y el ‘packaging’ modernos.