Hay dos cosas que le molestan especialmente a un británico de vacaciones en España cuando entra en un bar: que le toquen las libras a la hora de la cuenta (No todos son escoceses, pero muchos lo parecen, y no por la faldita, precisamente), y una barra sembrada de restos del tapeo. E irremisiblemente, a un español le molesta, o por lo menos le extraña, que a un inglés le molesten ambas cosas.
La primera, porque en este país hemos alcanzado las altas cotas europeas que ahora gozamos con el convencimiento de que los guiris están aquí para gastar. ¿A cambio de qué, si no, aceptamos de buen grado que abarroten nuestras playas con sus ininteligibles y bárbaras jergas, sus estrafalarios atuendos y sus incomprensibles costumbres?.
Y la segunda, porque aquí catalogamos las excelencias de la cocina del establecimiento en función de la cantidad y calidad de los restos que adornan su suelo. Para nuestra amplísima experiencia en la materia, no es lo mismo un bar alfombrado de pipas de aceituna, palillos y rabos de guindilla, que otro rícamente tapizado de arrugadas servilletas de papel (ahí se come con los dedos algo grasiento, y eso nos encanta), cáscaras de gamba y conchas de almeja.
En definitiva, para los españoles, las estrellas de un hotel o los tenedores de un restaurante tienen su correlato en la basura de los bares. En realidad estamos remedando al espía que rebusca y analiza subrepticia mente los residuos de una embajada, esperando encontrar algún secreto de Estado.
Naturalmente, esto repugna a los ingleses. poco acostumbrados a comer en los bares y más bien melindrosos en su ingesta. Al menos en su ingesta sólida, porque, en lo tocante a la líquida, no se cortan un ápice.