Por esas casualidades del destino, durante el pasado otoño coincidieron en el Pompidou dos grandes exposiciones: la que acercaba al espectador a la dimensión pictórica y más desconocida de Duchamp; y la retrospectiva de Jeff Koons, proveniente del Whitney Museum de Nueva York, y que acaba de aterrizar en el Guggenheim de Bilbao. Lo que la muestra del artista norteamericano demuestra es que hay dos vidas diferentes en su obra: una primera, que abarca desde sus primeras piezas (sus célebres aspiradoras) hasta la celebrada Made in Heaven (1989-1990), pasando por series tan magistrales como Equilibrium o Luxury and Degradation; y una segunda, iniciada tras su ruptura con la estrella del porno Cicciolina, en la que su perspicacia y sentido crítico se perdieron en favor de pinturas y esculturas de formato gigante, que caían de lleno en la banalidad y la estulticia de las que había sido su principal notario.
El gran éxito de la primera obra de Jeff Koons fue su capacidad para utilizar los recursos de la cultura popular y del kitsch, desde la preservación de una mínima distancia que garantizaba un margen para el comentario. Koons descubrió entonces la pócima del éxito del arte contemporáneo: utilizar los recursos propios de los medios de masas para expandir un discurso elitista. Y lo hizo sin ínfulas, con los gestos y la apariencia propios de un gamberro, mofándose del rictus de seriedad propio del mundo del arte. Su arte se dirigió a toda aquella clase burguesa que se avergonzaba de su gusto estético horrible, con la intención de redimirlos. Las demenciales figuras de porcelana que decoraban sus hogares, los programas de televisión detestables que diariamente consumían, sus vicios más íntimos… todos ellos fueron celebrados por un artista que transformó la propaganda de lo infumable en uno de los análisis más mordaces y geniales sobre la sociedad de consumo.
Pero lo que sucedió después arruinó todo un dispositivo crítico impecable, y nos entregó a un autor adocenado, autocomplaciente, integrante de la banalidad más que observador de ella. Precisamente, el gran fallo que presenta una exposición como la que ayer se inauguró en el Guggenheim es que hay un exceso de la última obra, y una selección escasa y precaria de la primera. En esta deriva hacia discursos expositivos planos y escandalosamente ingenuos a la que asistimos en los últimos años, la actual retrospectiva de Koons es una gran oportunidad perdida para rescatar la cara olvidada del gamberro más encantador y embaucador del arte último.