Si hay algo que se esperaba del “cambio” político era naturalidad -una forma diferente de hablar, de sentir, de respirar… Pero, sin embargo, conforme los días pasan, lo que el “cambio” nos deja es la transformación de las ideas en poses mediáticas y -lo peor de todo- una forma de gestionar los discursos fundamentales demasiado forzada y manierista. Quizás toda esta ola regenerativa provenga más del oportunismo que de la convicción. Porque una cosa es ser inflexible en cuestiones esenciales, y otra muy distinta -diametralmente distinta- esgrimirlas con arrogancia.
Vivimos el momento más teatral de la política española en los últimos tiempos. Precisamente ahora que la sociedad demanda una sobredosis de normalidad, las puestas en escena y las declaraciones afectadamente dieciochescas se suceden por doquier. Los argumentos verdaderamente sólidos, convincentes y ganadores se caracterizan por su frescura y no por su tono amenazante. La democracia no puede crecer a punta de navaja. La ciudadanía ha decidido fragmentar el espectro político no para aumentar el número de diques que lo compartimentan, sino para que las siglas se contaminen entre sí y pierdan su pureza dogmática y moralizante. Una mente sensata aprende de todo el mundo. La verdad está diseminada, no jerarquizada. Dejemos por tanto el lenguaje rimbombante de la opereta barroca, y apostemos por la cotidianidad y la calle del neorrealismo. Los principios valen lo que la naturalidad con la que permiten ser dichos.