El principio fue brechtiano: David Summers salió al escenario y, tras cantar el primer tema, se dirigió a todos los asistentes en la forma de “¡¡¡buenas noches chicos!!!”. Aquel saludo generó una repentina toma de conciencia por parte de un público que, en ningún caso, descendía de los 40 años. Cuando uno va a un concierto de una banda de los 80, hay una sensación de intemporalidad, de caras conocidas entre los asistentes, de que nada ha sucedido ni trascendido desde entonces. Pero, de súbito, alguien dice llevado por la pasión “buenas noches chicos” y, por el contraste, por el anacronismo chirriante que impacta en todos los oídos, se produce aquella “distancia crítica” en el espectador de la que hablaba Brecht.
Afortunadamente, la gente que nos juntamos en este tipo de conciertos solo buscamos excusas para vivir otra oportunidad. Y, de inmediato, las distancias y los sentimientos de fricción y de sentirse fuera de lugar son abolidos. Es cierto que parte del placer y de esa “nueva oportunidad” que el asistente experimenta posee un origen agridulce: de un lado, los 80 constituyen el refugio de vital de toda una generación, ese territorio de rebeldía insobornable que supone uno de los patrimonios más preciados de nuestra biografía y que, cuando la ocasión lo permite, se reviven como pocas otras cosas; de otro, está la constatación de que los 80 son un fantasma, que ya no existen, que jamás volverán y que solo queda seguir hacia delante. Es entonces cuando la física jode como nunca, y cuando, desde esa sensación de pérdida, uno intenta agarrarse a las ficciones que aplacan el deterioro. Creo que todos los que estuvimos anoche en el concierto de Hombres G dimos una lección de dignidad de lo anacrónico. Nos volveremos a encontrar de nuevo en una nueva visita de Los Secretos, o de La Unión, o de Danza Invisible, o de La Guardia… Hasta cierto punto dará lo mismo el motivo que nos congregue. Lo importante será que siempre acudiremos allí con la intención de encontrar una excusa para vivir una nueva oportunidad.