Durante años, las redes sociales se han llenado de mierda. La violencia social se ha canalizado a través de twitter, facebook, webs, blogs, comentarios… Y todo ello sin ninguna impunidad. Agredir es gratuito. Y tremendamente peligroso. Si el lenguaje construye la realidad, la realidad qye fluye por las alcantarillas de la red concentra la mayor cantidad de odio que jamás ha conocido la sociedad. Es fácil de comprender: pura dialéctica. Una palabra se opone a la anterior, y a ésta a su vez otra más gruesa, más hiriente, enormemente desmedida. La realidad que tenemos la ha construido nuestro lenguaje: puro detrito.
Con tanto donde elegir, entre tan infinito daño causado a millones de personas, hay mucho que echar en cara. Por parte de unos y de otros. Porque aquí no hay ángeles y demonios. Todos somos igual de mezquinos, tan sumamente cobardes como para convertirnos en machitos mediáticos por unos momentos. Somos como monos: hacemos la gracia cada vez más cruel con tal de obtener el premio instantáneo -el cacahuete, el “me gusta”, el “retuit”. Pan para hoy y hambre para mañana.
Y ¿qué sucede ahora? De repente a un concejal se le saca el histórico de sus excesos, y, en lugar de reflexionar un poco sobre nuestra deriva colectiva como gestores de lo excrementicio, caemos en el juego imberbe y patético del “y tú más”. Buscamos la comparativa para rebajar o exculpar la rajada. Esos tuits no son el problema de una persona, una excepción a la regla. Gilipollas los hay de todos los colores y en proporción devastadora por cada persona sensata. Atacamos a la enfermedad con una epidemia. Porque, en realidad, cuando nos quitan los exabruptos, estamos en cueros, no somos nada, vivimos sin argumentos. Media España está ahora por el campo buscando mierdas prehistóricas que arrojar a la cara del otro. El botín será grande. En cada palmo de suelo hay cientos. Será difícil caminar sin pisarlas.