La imagen de una muerte solitaria conmueve más que la de la catástrofe multitudinaria. El pequeño cuerpo de un niño sobre la arena de la playa, arrastrado por el mar, ahogado… Le he argumentado mil veces a mis alumnos que no vemos las imágenes, que, a estas alturas de la historia visual de la humanidad, ninguna tiene la capacidad de echar raíces en nuestra memoria, de atormentarnos y quemarnos, de repercutir de manera decisiva en nuestra vida… Me equivocaba. Si el 11 – S saturó nuestros ojos de tal manera que cualquier cosa que sucediera después siempre parecería prosaica, insignificante, invisible, este pequeño cuerpo muerto en la costa turca ha roto el muro de espectáculos y lugares comunes que nos impedía ver. Y lo ha hecho de manera tan escandalosa e incuantificable que -sinceramente- solo se puede escribir por escribir, con la urgencia de querer huir a ciegas a cualquier sitio, pero sin conseguir llegar a buen término, sin raspar una única idea que sirva para algo. Escribo porque no quiero pensar, porque quizás no sé qué pensar. Escribo porque quizás es la mejor manera para mí de experimentar el duelo de una forma íntima y honesta.
Ese cadáver tan inocente representa la defunción definitiva del proyecto europeo. Cuantas declaraciones sucedan después no tienen cobertura, legitimidad ni vergüenza. El retorno de la imagen ha conllevado la desaparición de un sentimiento común que era mentira. Porque el auténtico espacio de consenso -ese en el cual todos nos sentimos partícipes- no es otro que este pequeño cuerpo infantil, al que por pura lógica nos negamos a considerar sin vida, como si en realidad solo durmiese. Europa es eso, y no lo otro. Tan pequeña, tan devastadoramente dolorosa. Tan inerte. Tan perdida para siempre.