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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

Lanzadas de tradición

Todo cuanto queda encapsulado dentro del caparazón pétreo de la tradición pasa a ocupar de inmediato un estatus no enjuiciable. Lo “tradicional” se legitima por la inercia de su propia repetición, con independencia de que aquello que arropa sea bueno o malo, civilizado o incivilizado, moral o inmoral. Por alguna razón que no llego a comprender, cada sociedad -y la española es muy dada a eso- mantiene al margen de sus procesos de evolución nichos de inmovilismo en los que justificar prácticas que objetivamente serían penalizadas con las leyes y los usos actuales. La tradición -duela a quien duela- ha de ser puesta bajo sospecha e interrogarla con el fin de derribar cuantos muros de impunidad la componen. En rigor, lo que se denomina “tradicional” no deja de constituir un modelo de comportamiento en ciertas ocasiones paralelo a la legalidad vigente.
¿Cómo si no se puede explicar que un policía tenga la potestad de multar a alguien que maltrata a su perro, y sin embargo, exista amparo legal para matar a lanzadas a un toro? La aceptación de cualquiera de estas dos realidades supondría la inpugnación inexorable de la otra. Y, pese a ello, en España, ambas situaciones conviven con la mayor de la naturalidades. ¿A qué se debe esta contradicción ética de raíz? ¿A que el maltrato a un perro sería una circunstancia puntual y actual, y el lanceado de un toro una barbarie que se repite durante siglos? ¿Todo lo viejo es legítimo y se halla a salvo del escrutinio legal? ¿Acaso la tradición no debería suponer la objetivación de una identidad inocua perfectamente compatible con cualquier contexto de evolución, y no un atavismo cruel indigno de una sociedad mínimamente avanzada? Como no dejemos de otorgarle a la tradición un carácter absoluto e irrevocable, seremos cómplices de perpetuar determinados comportamientos criminales que, en cualquier otro marco de interpretación, se verían como escandalosos e intolerables. Y no parece que sea esa la voluntad que impera.

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


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