Después de terminar de ver Felt (2014), de Jason Banker, uno no tiene del todo claro lo que ha contemplado. Quizás porque se trata de uno de los filmes más hipnóticos y repelentes al mismo tiempo de los últimos años; una suerte de ensayo audiovisual sobre el feminismo que, sorprendentemente, está dirigido por un hombre. De sobra es conocido que, por más feminista que se sienta un sujeto masculino, hay honduras y matices a las que su mirada y sensibilidad no llega. El hecho cultural de ser mujer no es una fórmula etiquetada y repetible tantas veces como lo exija el guion. De ahí la excepcionalidad de esta obra, la dimensión inquietante de un relato tan íntimamente femenino en su forma de pensar y de respirar que desconcierta desde el el principio hasta el fin.
Felt recoge la identidad disidente femenina allí donde la dejaron artistas como Cindy Sherman o Laurie Simons: detenerse en un rostro, en el sedentarismo de una personalidad, conduce a la humillación, a la explotación sexual por parte de la mirada masculina. La máscara es la única salida que le resta a la mujer para sustraerse a la violencia y fluir libremente. En el tránsito de lo racional a lo alucinatorio reside su posibilidad de salvación, su venganza contra el falo. Frente a la unidad del pene y su traumática ausencia en la mujer, la multiplicidad de la máscara, el juego de espejos aberrantes que rompe la imagen en mil pedazos dispersos para siempre. Quien con el falo mata, con el falo muere. El disfraz cura por fin la gran falta que somete a la mujer.
No habrá de pasar mucho tiempo para que Felt sea considerada como una rara y enfermiza obra maestra, una de las películas más sucias e inclementes de los últimos tiempos. A medio camino entre el cine y el videoarte, Banker ha conseguido una de las piezas más corporales, dolorosas y turbadoras del audiovisual contemporáneo. Arte de culto desde su nacimiento.