La gran tara que, desde siempre, ha frustrado cualquier estrategia de internacionalización de la gastronomía española ha sido el hecho de que se trata de una cocina demasiado “contextualizada”: materias primas con un estándar de calidad muy elevado y localizado, y una elaboración demasiado compleja como para su expansión en forma de franquicia. A diferencia de lo que sucede con la gastronomía italiana, francesa, china, japonesa, hindú… es casi imposible encontrar un restaurante de cocina española mínimamente digno fuera de nuestras fronteras. Atreverte a probar una paella o una tortilla de patatas en cualquier país europeo o EE.UU es una manera eufemística de nombrar el envenenamiento.
Sin embargo, la gran sorpresa de este verano ha sido comprobar cómo, en cualquier local de comidas de Nueva York, una receta tan española como el gazpacho se ha impuesto como un plato vegetariano indispensable. Y lo más sorprendente de todo: en algunos sitios su sabor es incluso más delicioso que el que hacen en algunos restaurantes españoles.
Cierto es que, en una sociedad como la estadounidense tan poco acostumbrada a los sabores suaves, transmitidos directamente desde la materia prima al paladar, la versión estrella del gazpacho suele estar intensificada mediante una dosis de vinagre superior a la dispensada en España, además de por el “eléctrico” abuso de la pimienta. En algunos casos, el gazpacho semeja más al bloody mary que a una sopa fría de verduras. Pero, incluso en esta versión strong, ideada casi para machotes mejicanos, el sabor resulta estimulante y se deja querer.
Después de tantas décadas de ensimismamiento, la gastronomía española comienza a colocar algunos de sus paradigmas en los hábitos alimenticios del ciudadano global. Ya era hora. Cualquier español que tenga morriña de los sabores patrios ya podrá tomarse un gazpacho en la Gran Manzana y comer churros en los Campos Elíseos o Central Park. Por algo se empieza.