La pregunta es obligada: ¿lo que sucede en España es un problema de falta de evolución o, peor todavía, de un vertiginoso e incesante ir hacia atrás? Lo de la llamada “guerra de banderas”, ayer, en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona, constituye un insulto a la inteligencia de la ciudadanía. Las banderas solamente son buenas cuando no se ven -esto es, siempre que nadie se acuerda de ellas. En el momento en que alguien las exhibe, ya existe abuso, perversión y sobredosis identitaria con tufo fascista. Una sociedad cuya singularidad se halla depositada fundamentalmente en los símbolos es una sociedad enferma, envenenada. Quien provoca con una bandera solo se puede tildar de bárbaro; y quien responde a tal provocación con otra bandera más, de hermano en la barbarie.
No sé si en España hemos alcanzado alguna vez el plano de las ideas en lo que al debate público se refiere; pero si, coyunturalmente, dicha excelencia fue lograda en determinado momento, desde luego que ha sido barrida por el demonio de los símbolos. Una democracia encallada en la fase simbólica supone una sociedad más próxima al espíritu cavernario que al de la madurez democrática. Las banderas, los himnos, los escudos son como los muñecos del vudú: se utilizan como mediadores para hacer daño a personas de carne y hueso sin necesidad de agredirlas directamente -lo cual conlleva pena de cárcel. Y esta circunstancia implica dos problemas igual de graves: de un lado, el de que hay quienes saben que actuando en este “margen simbólico” hacen daño a terceros; y, de otro,el que hay una masa poblacional demasiado amplia suceptible a este tipo de “ataques”. Otorgarle poder a los símbolos es poner en manos de los mediocres una bomba de relojería. Cada vez que el cuerpo les pide marcha la activan y a tomar por saco. Y así va España, padeciendo la época de mayor pobreza intelectual de toda su historia.