Si todo se redujese a un problema de legalidad, sería fácil de resolver. Pero lo sustancial del problema catalán estriba en otro sitio. Una mayoría de parlamentarios -representantes de casi un 50 % de la población de Cataluña- decide segregarse de un proyecto llamado España. Lo hace mediante procedimientos pacíficos y recurriendo fundamentalmente al lenguaje. Porque no nos engañemos: a lo que están jugando Junts pel Sí y la Cup no es a una estrategia tan elemental y naïf como un quebrantamiento de la ley -rápidamente desmontable-, sino a la creación de un nuevo contexto lingüístico. Su estrategia es romper la regla básica sobre la que se basa cualquier consenso lingüístico e identitario: “yo” reconozco esta realidad, me identifico con ella y participo en ella. De repente, algunos deciden que ya no toman parte en ese consenso y se declaran “no españoles”. Es evidente que el hecho de que se cargue contra ellos con “toda la fuerza de la ley” no tiene efecto sobre su voluntad, porque una ley posee legitimidad solo en un contexto lingüístico específico. Cuando éste se cambia, la ley pierde su sentido y su efecto. Por así decirlo, lo que estamos presenciando no es un mero cambio de reglas del juego dentro del mismo contexto; aquello a lo que, en verdad, se asiste es a una transformación del contexto en sí. Y para eso la fuerza del Estado puede llegar a evidenciarse estéril. Porque la Constitución es consecuencia de un pacto lingüístico, y no vale para todas las posibilidades del lenguaje.
La pregunta que cualquiera se puede hacer a a partir de lo ahora expuesto cae por su propio peso: entonces, ¿todo es tan fácil como esto? ¿Un consenso plurisecular como el de España o el de cualquier otro territorio se puede romper de la noche a la mañana nombrando las cosas de otra manera? Así es. El lenguaje tiene mayor capacidad y poder para construir la realidad que la ley. Infinitamente más capacidad. Pero cualquier pacto lingüístico al que llega una comunidad es en rigor un artificio: puede ser ese en concreto como pudiera ser otro completamente diferente. En el momento en que una parte de una comunidad deja de creer en los fundamentos de ese pacto, la realidad hace aguas y comienza a difuminarse. Y eso es lo que está sucediendo. No importa que los orígenes históricos de tal aspiración sean más o menos perversos o que el sentido común aconseje una orientación y no la otra. En el tablero en el que se está jugando ahora, tales factores resultan irrelevantes. Las heridas en el lenguaje no se curan desde la ley, sino desde el propio lenguaje. Y el lenguaje puede ser racional o irracional. Mientras no entendamos esto, el desgarro seguirá haciéndose mayor y la situación se complicará sin entender absolutamente nada de ella.
Particularmente me parece increíble que alguien con un mínimo de inteligencia consagre su energía vital en un empeño identitario y territorial. No creo en patrias y banderas. Me repugnan los nacionalismos de todo tipo. Pero eso no excluye el reconocimiento de que el auténtico problema que tiene ahora España es que hay un proyecto lingüístico que ya no es creíble para una parte de su sociedad. Y solo existe lo que nos creemos. Así de cruda y de miserables es la realidad.