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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

¿De qué sirve dar bien las clases?

Se habla de evaluar a los profesores y de comprometer parte de su sueldo a objetivos logrados. A priori suena bien. Pero sinceramente me da miedo. La situación del profesorado en España -universitario y no universitario- ha sido siempre tan precaria que, pese al margen amplísimo de mejora que existe, cuantas reformas se han hecho han ido en su perjuicio. Cierto es que, pese a la dureza de las pruebas de oposición y del mucho mérito que tiene conseguir una plaza, la consecunción de ésta y el acceso al estatus de funcionario no ha de suponer una relajación. Los alumnos no pueden pagar este desequilibrio del esfuerzo -casi todo antes del inicio, y el “resto” para después. Pero seamos justos: en España, el buen ejercicio de la docencia no ha servido nunca para nada. Quien se prepara las clases a conciencia, quien derrocha pasión en el aula, quien se preocupa por los alumnos, los atiende y empatiza con ellos obtiene el mismo reconocimiento oficial que el cafre de turno. El aplauso de los alumnos, las felicitaciones al salir de clase están bien -pocas cosas existen más gratificantes. Pero ¿de qué sirve esto a efectos de carrera profesional? Las evaluaciones, por ejemplo, que los alumnos realizan a los profesores universitarios tienen una mínima repercusión en su balance de méritos y, por consiguiente, en su nómina. El currículum y las bases de los concursos no contemplan apartados en los que se pueda reseñar los méritos de la “buena docencia”. ¿Para qué esforzarse? La labor en el aula está tan poco estimulada que, en última instancia, llega a degradarse y a morir por inanición. Cuando prepararte una clase durante varios días como si fueras a dirigirte a tu público ideal y como si te fuera la vida en ello obtiene la misma recompensa que el irresponsable que hace una faena de aderezo con cuatro chorradas, la conclusión inmediata a la que se llega es: ¿voy a ser yo el único gilipollas que se esfuerce? Además, la sensación de hacer el memo es máxima cuando, en rigor, la promoción del profesor se realiza a través de la investigación, por lo que a la docencia se la deja como la “odiosa obligación” a la que hay que consagrar el poco tiempo que dejan las tareas útiles.

Lo único que salva -en ciertos casos- la docencia es el sentido del compromiso. Pero seamos sinceros: los estados emocionales flaquean, y cuando los demás viven de puta madre esforzándose una mínima parte de lo que lo haces tú y, encima, tienen igual o superior reconocimiento que tú, a los compromisos le pueden empezar a dar mucho por saco. Pese a ello, existe todavía un hecho inobjetable y, por lo menos para mí, absoluto: la docencia es el oficio más maravilloso que se puede ejercer. Y en una sociedad tan miserable como ésta, el menos reconocido.

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


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