Paradójicamente, nada resulta tan previsible como las emociones primarias y más viscerales -entre ellas el miedo y el dolor. Tras los atentados de París, y después de unas horas de unanimidad, los sentimientos se vuelven a dividir: no dejan de alzarse las voces que utilizan el “sí, pero…” para subrayar que aquellos que mueren en Siria, Líbano, Indonesia, Irak… también son humanos y merecen la misma atención y grado de duelo. Y tienen razón quienes así se expresan. Pero se olvidan de un factor inherente a lo humano, y que jamás nadie va a hacer desaparecer: el miedo es egoísta, un sentimiento estrictamente local, relativo, que se manifiesta cuando el espacio de seguridad y de comfort de cada individuo se ve vulnerado. Los europeos tienen miedo solo cuando un emblema europeo es atacado. Y eso no supone un defecto de fábrica de la mentalidad occidental: lo mismo sucede en el otro extremo del planeta cuando Europa es víctima de la violencia terrorista. No es una cuestión cultural, sino esencialmente humana. Para mal, en este caso. Pero fundamentalmente humana.
Quienes cuestionan la intensidad y especificidad del dolor a propósito de estos atentados no logran comprender que no existen sentimientos universales -o por lo menos auténticamente universales. Deseos “prefabricados” como el de la “paz mundial” no encuentran una expresión correlativa auténtica en la experiencia diaria: la paz verdaderamente deseada, la que se siente a flor de piel, es la que atañe al “entorno” vital, social y cultural. Cuando se desborda este radio de acción, el sentimiento veraz se transforma en discurso. Y, entiéndase bien, no quiero decir que lo discursivo sea menos real y auténtico, pero supone una abstracción y un enfoque universal que el sentimiento de supervivencia no reconoce.
Con esto no pretendo otra cosa que decir que aunque en este momento vivamos un dolor y un miedo marcadamente “europeos”, no por ello tales emociones resultan menos legítimas y necesarias. Nadie va a sufrir por algo que sucede cerca de su casa con la misma intensidad con la que lo haría por algo que acontece fuera de su “perímetro de seguridad”. Y esto no supone traicionar la globalidad del problema. Las emociones y los discursos son realidades diferentes pero que deberían de resultar convergentes, solidarias entre sí. Pero remalquemos esto: ambas formas de reaccionar son igualmente “reales”, oportunas y legítimas. El error está en utilizar los discursos contra las emociones. Porque, de esta manera, de un modo muy sutil pero cruel, se le resta legitimidad al miedo y al dolor y se relativiza algo que siempre, siempre constituye un absoluto: la muerte en general, y, más especificamente, aquella ocasionada por la depravación terrorista.