A tenor de lo acontecido en los debates electorales celebrados hasta el momento, y más concretamente el que tuvo lugar anoche, son varias las conclusiones que se pueden extraer:
1) De aquí al día 18, último día de la campaña, ninguna de las propuestas clásicas o emergentes está en condiciones de alumbrar una sola frase, argumento o performance capaz de provocar un trasvase masivo de votos. Ya no existe margen de sorpresa. Incluso los líderes de reciente cuño ya han sufrido un proceso de institucionalización vertiginoso que les ha restado flexibilidad, frescura y capacidad de diferenciación.
2) Si en un principio el “lugar común” -mal endémico de la política española- fue sustituido por el “lugar ocurrente”, y la impostura ideológica por la carnalidad de la persona normal y corriente, en estos momentos nos encontramos con una situación decepcionante: en los nuevos partidos, la marca ya ha fagocitado a la persona, y esto ha erosionado el halo de sinceridad y de discurso imprevisible sobre el que construyeron su “mitología de renovación”.
3) Ninguno de los participantes en el espectáculo de anoche supo zafarse de la red tediosa de las cifras. Una sola palabra de humildad, de autocrítica, no memorizada, les hubiera bastado a cualquiera de ellos para ganar por goleada el debate. En cambio, la profusión de datos y las conclusiones cosidas a base de conceptos tan grandilocuentes y alejados de la auténtica sensibilidad de la gente como “unidad”, “democracia”, “viejo”, “nuevo”, etc., sirvieron para convertir, una vez más, a la política en una realidad paralela a la vivida por el ciudadano. Al final de todo, lo que la sociedad quiere ver reflejado en sus representantes son sensaciones, emociones, frustraciones muchas veces elementales que no se corresponden con números ni estudios de mercado. Mientras que la política no comprenda que el principal instrumento de conocimiento de las personas es la piel, no existirá una verdadera revolución. Y esto no quiere decir renunciar a las ideas, sino expresarlas sin la mediación de los “aparatos” y las soporíferas tradiciones discursivas de cada partido.
4) Por todo ello, la situación a la que se llega al umbral de las elecciones es paradójica: de un lado, los partidos emergentes han dejado de ser sorprendentes y de disponer de la capacidad para alterar el status quo con un golpe de efecto in extremis; pero, de otro, estas mismas formaciones han conseguido un lugar dentro de la “normalidad estética” de la política española, por cuanto el voto hacia ellos ya no es visto como una opción de riesgo o una excentricidad. Lo que han perdido de una parte, lo han ganado de otro. Y ello conduce a la siguiente y crucial interrogante: ¿la pérdida de su carácter imprevisible los hace más o menos candidatos para gobernar? ¿Pesará más en el electorado el deterioro de su potencial alternativo o la normalización de sus marcas? Pronto lo sabremos.