Sinceramente nunca he creído que el tan manoseado “cambio político” renovase el panel de conceptos defendidos, argumentados y discutidos. El margen para las ideas nuevas en política es mínimo -por no decir que inexistente. Pero lo que, sin embargo, sí que esperaba como novedad palpable es un cambio en las actitudes, una nueva forma más directa, espontánea y sincera de hacer y decir las cosas. Habida cuenta de que los partidos solo pueden sobrevivir como “aparatos”, y, en tanto que tales, no resultan flexibles ni capaces de hacer piel con el ciudadano, esperaba que, al menos, aparecieran personas, líderes, con arrojo suficiente como para desbordar el postureo partidista e imprimir un carácter nuevo a tan “pétreos” ambientes. Nada de esto está ocurriendo. Es más, el “cambio” supone una operación estrictamente comercial que, por sus evidencias diarias, solo puede ser calificada como una estafa y un fraude epocal.
Todo el relato urdido por las diferentes partes -sin excepción- después del 20-N así lo demuestra. La estrategia -es decir, el “aparato” puro y duro, prosaico y vulgar- ha enjaulado y domesticado la “revolución de las personas”. Perdida la esperanza de que alguien prime los intereses colectivos sobre los de su marca, aquello que, en su defecto, cabía esperar de este nuevo escenario es que alguna reflexión, un timbre de voz, cierta forma de expresión rompiese el tacticismo imperante e imprimiera una mínima dosis de frescura y de inmediatez. Pero nada así sucede ni sucederá: los viejos y los nuevos dicen lo mismo de siempre en los mismos términos de siempre, y provocando idéntico sopor al de siempre. La política del cambio solo podía tener una expresión útil para la sociedad: que las personas sobrepasaran con su arrojo los límites de la ideología. Pero lo que la actualidad nos recuerda taciturnamente todos los días que, una vez más, la ideología se ha vuelto a comer a sus hijos. Y pide más sangre. España será saturniana o no será.