Las emociones no solamente hay que tenerlas; también deben ser vividas de la manera adecuada, para que conserven su grado intenso y originalidad. Es lo que sucede con El 8 Club, que consigue algo al alcance de muy pocos restaurantes: lograr una sensación de intimidad que desinhibe toda la estructura emocional de individuo y permite que ésta se exprese en toda su amplitud y radicalidad. El pasado miércoles 3 de febrero su chef, Jan Babczyszyn, presentó su nuevo menú que, a modo de un alucinante itinerario gastronómico, confirma que lo que sabemos y saboreamos todavía de él es tan solo la punta de un iceberg con una base infinita y aún por descubrir. Los hitos de esta nueva ruta fueron los siguientes:
– Sashimi de rodaballo con humo de cerezo: La primera asociación mental que me desencadenó esta obra maestra del arte efímero y del site specific fue la de las instalaciones con niebla que Hans Haacke creó en Londres en los años 60. Bajo esa cúpula de cristal se visualiza una densa nube de humo blanco que, cuando se dispersa y desaparece, deja a la vista un auténtico y espectacular ensayo sobre el “recuerdo”. El olor del humo de cerezo ya justifica en sí mismo toda la cena, pero la auténtica experiencia es comprobar cómo el rodaballo está falsamente ahumado, porque lo que en realidad se degusta a cada bocado es la nostalgia del humo ya desaparecido, una suerte de duelo por una realidad inmaterial que, sin embargo, convierte el dolor por la pérdida en una apoteosis de los sentidos.
– Tataki de salmón con salsa de cítrico: El mejor salmón que he probado jamás. Posee una densidad prodigiosa, llegando a generar una inesperada sensación de volumen -de escultura tierna- dentro de la boca. Todo un agujero negro del sabor: se apropia de cuanta realidad hay metros alrededor.
– Tataki de atún: Las texturas no se ofrecen al unísono, sino que generan una cronología, un microrrelato. El matiz crujiente viene al final, como si de un eco se tratara.
– Nigiri de caballa macerada con rayadura de limón: Sorprende el tratamiento paradójico del limón, entendido casi a la manera de un oxímoron. De un lado, se hace notar enfáticamente, con exceso de protagonismo incluso; pero, de otro, y en paralelo, funciona como una transparencia, como una veladura que evidencia el striptease de sabor de la caballa. Un maravilloso desconcierto.
– Mujol con hueva y almendra ralladas. El efecto pictórico es el de un idílico paisaje nevado. En boca la sensación es completamente provocadora: un “polvorón japonés” en el que tierra y mar se hibridan de un modo perfecto.
– Nigiri de lubina con huevas de lumpo: Vuelve el sentido de lo cronológico, el Jan más narrador. Cuando crees que todo ha terminado, la hueva alarga el final: es el plus de vida de la lubina, una especie de zombie gastronómico que permite un renacimiento del sabor después de su final lógico y racional.
– Ventresca de rodaballo: Casi como si se emplearan recursos cinematográficos, el comensal recibe un primer plano de calidez. La inmediatez de esta sensación no te deja respirar. No existe margen para el extravío.
– Maki de salmón con fresa, menta y gota de balsámico: Tranpantojo de helado de fresa con un desenlace mentolado. Aunque, en última instancia, la presencia de la menta se convierte en algo subjetivo, casi un espejismo cuya realidad no se puede asegurar.
– Cangrejo macerado en ginebra: Tan sutil y meloso que parece un vegetal. Se produce una transmutación de la materia. Impresionante.
– Nigiri de anguila con caramelo y fuego picante: Pura geología. El mar se hace experiencia telúrica por antonomasia.