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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

Titiriteros y oportunidades perdidas

España nunca decepciona en su tendencia a lo peor: la posibilidad de entender un error como posibilidad de debate y oportunidad de reflexión se resuelve con otro dislate mayor. Y, en el ya celebérrimo y vociferado caso de los titiriteros y su función carnavalesca, el fallo de programación ha sido superado por la histeria atávica de nuestra sociedad y la detención de aquéllos por apología del terrerosismo. Sintomático de un país enfermo de ideología, maniqueo a más no poder y en un proceso de inexorable deriva.

El problema es que todas las partes han puesto lo peor de sí mismas para coadyuvar a conseguir el esperpento perfecto. Entre las decenas de gilipolleces que se han escrito a favor y en contra de unos y otros, hay un aspecto que  resulta necesario rescatar y poner en valor: la obra representada es una sátira. La cuestión, empero, es que el género satírico, al igual que cualquier otro cosido con el hilo de la finura crítica, requiere de una hermenéutica matizada y de un público competente para ello. Desde el momento en que esta obra se lanza a un público infantil, la reacción de los presentes responde en términos gruesos a su inadecuación, de manera que cualquier otro factor queda desestimado de cuajo. Cualquier persona mínimamente leída sabe que todo discurso es alterado por el contexto en el que se enuncia, y que una misma imagen o frase obtendrá una diferente lectura en situaciones dispares. Desde el momento en que la representación de la sátira se halla descontextualizada, su efecto se diluye en el torbellino del escándalo. Y no olvidemos que el escándalo siempre es grueso y dispara con escopeta de caza mayor -las ingenierías intelectuales no las contempla. La culpa, por tanto, no es de quien ejecutó tal espectáculo, sino de quien lo programó.   Porque dejó a los titiriteros sin el amparo de un contexto competencial en el que su sátira fuese entendida como tal.

Con todo ello, lo que entristece y enrabieta es la constatación de una nueva oportunidad perdida. Bastante conservadora resulta de por sí la estructura educativa española como para que, además, se le otorguen argumentos para enrocarse en sus trincheras de métodos polvorientos. Los niños necesitan mucho más que asistir a representaciones de cuentos protagonizados por princesas desvalidas y príncipes machotes y valientes. La educación, desde muy tempranas edades, en cuestiones como la violencia de género, la diversidad de modelos de familia, la reivindicación de los derechos de la mujer y la normalización de las distintas opciones sexuales, es un asunto urgente que no admite más dilaciones y brindis al sol. Torpezas como éstas solo conducen a que los recalcitrantes se convenzan más todavía de que, fuera de los cuentos de hadas machistas tradicionales, no existen alternativas de ocio para los niños. Y eso es algo que, desgraciadamente, y por un simple proceso de reacción, se va a comprobar de inmediato. La precaución y la inteligencia son los primeros niveles de cualquier revolución. Una lástima.

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


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