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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

Expediente X (segunda época)

Jamás viviré la emisión de ninguna serie de televisión con el “compromiso emocional” con el que disfrutaba de cada capítulo de Expediente X. Fui uno de esos frikis que se sentían especiales colgando en su habitación el póster con una de las frases más paradigmáticas de la posmodernidad: “I Want to Believe”. En ese intervalo entre la voluntad de querer y la imposibilidad de conseguirlo, cabe todo el relato de nuestro tiempo, la aporía de un escepticismo con fe o de una fe escéptica. Y, sinceramente, pese a la abundancia actual de buenas teleseries, la noticia del regreso de Mulder y Scully a la pequeña pantalla supuso una de las grandes alegrías de los últimos tiempos.

El problema es que, quizás, los dos agentes del FBI se hallan desubicados para siempre y en un contexto inhóspito. Expediente X enganchó a tantos espectadores en los 90 porque de alguna manera definieron a la perfección la figura del héroe romántico posmoderno: un buscador de la verdad en un mundo sin verdad por descubrir. Sólo existía el proceso, la experiencia, el relato en tanto que tal. Pero, al final, éste no desembocaba en ningún desenlace de certidumbre, en una solución reconfortante, sino en el vacío. El escepticismo no se cura ni con la más grande y evidente de las verdades. Se vive para vivir, no para comprender la vida.

Ahora, en cambio, en esta segunda época, Mulder y Scully han dejado de ser personajes románticos para convertirse en caracteres crepusculares y -por qué no decirlo- un tanto patéticos. La serie continua con una estructura idéntica a las anteriores y lejanas temporadas: una trama matriz que solo emerge de vez en vez, y una serie de episodios-isla, que enfrentan a los protagonistas con todo tipo de casos-límite. La única forma de dar continuidad a dos vidas tan vapuleadas como las de Mulder y Scully era convertirlos a ellos mismos en el principal objeto de cada trama: lo importante ya no es lo que persiguen, sino su autoconciencia, la imagen que les devolvían sus propias vidas. El tono elegido para efectuar este giro reflexivo constituye una radicalización de dos “humores” que siempre estuvieron presentes en Expediente X desde el principio: el existencialismo y la ironía. El inconveniente es que, en ambos casos, los guionistas han derrapado en exceso y han dejado de ser creíbles. Mulder y Scully andan perdidos en sus propias caricaturas. No han sabido envejecer, y eso se traduce en relatos forzados y huecos, en los que lo inverosímil no es lo sobrenatural, sino ellos mismos. Y lo digo con todo el dolor de mi corazón, porque solo con ver y escuchar las imágenes y la música de los créditos ya me estremezco. Pero es que lo que viene después…

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


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