Hazañas de los malos tiempos. Autora: Cristina Morano. Editorial: Newcastle Ediciones. Murcia. 2015
¿De qué lado cae el diario de Cristina Morano: de la narrativa, la poesía, el documental, el ensayo… de ninguno en concreto o de todos a la vez? Esa es la primera conclusión: la escritura de Morano es corrosiva, se arrima a los límites para destruirlos, para airear todas sus vergüenzas. Hay más poesía en Hazañas de los malos tiempos que en la mayor parte de los poemarios que se publican usualmente, y mayor carga narrativa que en un alto porcentaje de los relatos al uso que ven la luz. Un periodo oscuro como el que refleja este libro solo puede expresarse mediante una escritura desbocada, enfangada en la confusión, desterritorializada, vagabunda.
Entre las palabras hay jirones de piel. Y eso también sorprende. Porque cuando se lee el título y se contextualiza el texto uno piensa que podemos asistir a un ejercicio literario en el que Morano proyecte a distancia sus peores días como si se tratara de una abyección, de esa realidad sucia y contaminante con la que -como advirtió Kristeva- el sujeto siempre quiere marcar una distancia clara a fin de singularizarse. Pero lo que la autora deja claro desde el principio es que ella no es nada aparte de su “mala versión”. La escritura en general no es intensa, honesta y radical en función de los hechos descritos, sino de la distancia -mayor o menor- que el narrador establece con lo narrado. Hay mucho cobarde adornado de situaciones extremas. Pero las imposturas atufan. Y un diario de la autodestrucción y la supervivencia posee muchos asideros para el postureo existencial. De ahí que lo excepcional de Hazañas… no es que se trate tanto de un texto sobre el padecimiento cuanto de un texto padecido. Se revela como uno de esas raras composiciones literarias con cualidades olfativas: las páginas conservan intactas el olor de aquellos días, huelen a alcohol, bares y ensimismamiento. No hay complacencia ni regodeo en el dolor: lo mejor de este texto excepcional es que jamás ha querido ser ni un estilo ni un género. Se escribía lo que se podía y como se podía. Sin apenas respiración. Con el cerebro pegado a las palabras, apurando los límites físicos del contacto.