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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

El hijo de Saul

En agosto de 1944, miembros del Sonderkommando de Auschwitz lograron hacerse con una cámara y realizar cuatro fotografías desencuadradas, algo difusas, pero que, en definitiva, constituyen los únicos documentos visuales existentes desde el interior de la maquinaria de exterminio. Pese al debate encarnizado que enfrentó a los partidarios y detractores de estas imágenes, el cine había permanecido al margen de su abrupta intimidad, prefiriendo la épica sentimentaloide e infumable de una Lista de Schindler. El Holocausto constituye una realidad tan devastadora en sí misma que, cada vez que el cine se ha adentrado en un campo de concentración, ha sido aniquilado por una escombrera de dolor que lo enterraba a varios metros de profundidad. Faltaba el filme definitivo, la mirada encapsulada que sobreviviera al aluvión dramático, el hilo de análisis que no se partiera por el peso de la carne muerta. Y esta obra al fin ha llegado: El hijo de Saul (2015), de László Nemes.

El prólogo de la película proporciona la escena cinematográfica del siglo XXI: después del vómito visual que supuso las imágenes filmadas por británicos, estadounidenses y soviéticos tras la liberación de los Campos, y de la patente incapacidad de la cámara para reaccionar -por exceso de perplejidad- ante las pilas de cadáveres y las arquitecturas famélicas y extremas de los cuerpos de los supervivientes, Nemes descubre la auténtica y objetiva dimensión de la Shoah  -los gritos desesperados, golpes y arañazos que emergen del silencio al segundo de cerrarse la puerta de la cámara de gas. He visitado Auschwitz, he podido entrar en una de las cámaras de gas todavía en pie y he olfateado el -todavía- persistente olor a quemado agarrado para siempre al aire de aquel lugar. Y no llegué a sentir el estremecimiento tan abisal que experimenté con esta escena. Solo con ella ya se evidencia algo que en cada segundo subsiguiente no se hace más que confirmar: László Nemes es el mayor genio que ha dado el cine en décadas, un auténtico nigromante de la imagen, solo que con una excepcional variante: su capacidad inusual para “adivinar” el pasado, para conducirnos a los aspectos más oscuros e imprevisibles de él.

La gran estrategia discursiva elegida por Nemes es la que procura la revelación: pegar la cámara al protagonista, no tanto para hilvanar la tan manida “mirada subjetiva” como para entregarnos la clave que hizo posible esa gran industria de la muerte que fue la Solución Final -que sus ejecutores y cómplices redujeron la realidad a su propio cuerpo, a una presencia que cerraba tanto el campo de visión que abandonaba su carácter testimonial. Nemes llega a la esencia del Holocausto: el no-ver. Allí donde tantos directores no han sabido traspasar la anécdota del exabrupto atroz, del despliegue detallado de la atrocidad, Nemes ha demostrado que un genocidio tal fue motivado por un recorte demencial de la realidad. Pero, ojo, no a la manera defendida por Arendt -la banalidad del mal-, sino por la decisión consciente, voluntaria y preñada de remordimientos éticos de pegar los ojos a la propia piel. La Shoah fue un inmenso fuera de campo. Si siguiéramos la senda abierta por Nemes, dejaríamos de tratarla como uno de los máximos nudos de tensión de la historia de la visualidad, para abordarla como lo que es: la máxima expresión de la historia de lo invisible. Para comprender Auschwitz y ovillar el inmenso dolor allí producido en torno a una aguja fría de reflexión, había que adoptar no la mirada de las víctimas -la cual, en sí misma, es inefable y reduce a cenizas cuanto toca-, sino la de los cómplices: los que escuchaban al otro lado de la puerta.

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


abril 2016
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