La “única” diferencia entre EEUU y Europa es la licencia de armas. El odio incrustado en la sociedad es idéntico. Las democracias occidentales han variado de un tiempo a esta parte su forma de crecimiento en favor de una idea de libertad que se ejerce contra algo. En la actualidad, el derecho a la diferencia se ejerce de una manera tan particular como perversa: la prerrogativa del individuo a expresar su superioridad sobre los demás. La opinión se ha convertido no en una herramienta para articular el disenso, sino para marcar al otro como enfermo, como pandemia social.
Hay tan poca humildad en cada una de las posiciones de pensamiento que cualquier palabra se transforma en una agresión. Resulta imposible el debate plural, el conflicto democrático, el disenso, si no se reconoce al otro un mínimo de credibilidad y a las propias posiciones un elemento de falibilidad. Y nadie está dispuesto a esto. Nos consideramos civilizados porque toleramos a los otros existir, porque les consentimos montar en autobús con nosotros, comer en los mismos restaurantes. No les metemos dos balas en la cabeza. Y eso ya nos parece la hostia. Luego suceden crímenes racistas como el de Charlestón, y abrumadoramente objetivamos a la mente ejecutante como un monstruo inhumano, cuando, en realidad, la única diferencia entre ella y nosotros es que aquí no guardamos pistolas debajo de la almohada.