Hace unos días, en Leganés, un niño de 11 años se lanzó al vacío desde su casa. En una nota que había dejado a sus padres afirmaba que no se sentía capaz de volver a la escuela. Los episodios que siguen a este hecho trágico, demencial, siguen al milímetro los patrones ya conocidos: el centro en el que estudiaba el niño niega cualquier anomalía, y describen una cotidianeidad sin problemas reseñables y una relación “normal” con sus compañeros. Conclusión: un niño que decide suicidarse por problemas en el colegio no es que sea víctima de un sistema defectuoso, sino que supone la excepción a éste.
No me voy a andar con rodeos: me importa un bledo que un partido político proponga un sistema educativo en el que la religión sea evaluable o no, o que otro proponga un refuerzo de la lengua y las matemáticas y saque pecho por un mayor énfasis en la “ética del esfuerzo”. Tenemos un país tan cutre que, a estas alturas, habrá que acostumbrarse a reformas educativas con una esperanza de vida de cuatro años y a una utilización de los estudiantes como pelotas de pin pon en la mesa de los mezquinos intereses ideológicos. Esto no tiene remedio, y hay que asumirlo. Pero lo que debería tenerlo, aquello que habría de ser sagrado y escrito a fuego en cualquier ley, es que, antes de abordar cualquier proyecto curricular salvapatrias, la seguridad y el derecho a la diferencia de cada niño estuvieran blindados y perfectamente monitorizados. El problema es que, además de la demagogia de los ya manidos argumentos curriculares, no existe una preocupación real por generar una estructura educativa no solo capaz de detectar los grandes “seísmos” o problemas de comportamiento -eso ya va de suyo y no requiere de especiales tecnologías ni de personal especializado-, sino de detectar los pequeños incidentes, ese tipo de “violencia susurrada” que no contrasta como hecho en sí y aislado, pero que, encadenada en un relato de situaciones idénticas, puede resultar más insoportable y letal. Tal es la indiferencia del actual sistema hacia este tipo de situaciones moleculares que, cuando desgraciadamente suceden tales tragedias, la respuesta de la estructura educativa es afirmar que se trata de una consecuencia sin causa real alguna. Todavía no se ha perpetrado ninguna reforma educativa capaz de superar la inveterada sordera hacia la violencia susurrada -aquella que no se grita a pleno pulmón en el patio sino que se ejerce de oído a oído, como lluvia fina que apenas si empapa la piel. Y, claro está, palabra a palabra, gesto a gesto, la erosión llega a ser descomunal e insostenible para un niño con apenas recursos emocionales para la autodefensa.