El poder es la situación menos poderosa que hay. El status quo que lo sostiene depende de finísimos juegos de equilibrio que, a la menor eventualidad, se desbaratan. Por más paradójico que resulte, el mayor enemigo de los grandes poderes es la levedad. Las estructuras no se blindan contra los tsunamis, sino contra los pequeños charcos que se pisan sin querer caminando por la calle. Y si no, que se lo digan a Ai Weiwei. Tras dirigirse a la multinacional danesa Lego para solicitarle piezas suficientes para su última obra, ésta le responde negativamente. Su argumento no deja lugar a la duda: una marca de tanto prestigio internacional no se puede vincular a un trabajo artístico con tan considerable y marcado carácter político. Máxime cuando, en estos precisos momentos, Lego posee tantos intereses comerciales en territorio chino.
Hay artistas que, durante toda su vida, intentan con denuedo resultar conflictivos y disidentes y no lo consiguen. Otros, sin embargo -como es el caso de Ai Weiwei-, lo logran sin proponérselo o, al menos, no en los términos ni en el tiempo previstos. La diferencia entre un ejemplo y otro posee una fácil explicación: la coherencia. No es lo mismo ser un “artista político” via satélite, que se “compromete” con el mundo a través del mando a distancia y los “me gusta” de Facebook, que ser un “artista político” de verdad, de esos pocos que acaban con sus huesos en la cárcel y son apaleados por defender en primera persona y en el centro de la tormenta causas irrenunciables. Ai Weiwei es de los pocos que representan esta última actitud. Su coherencia en la defensa de los derechos humanos ha sido tal durante los últimos años que cualquier gesto, frase o respiración que salgan de él son suceptibles de desencadenar una polémica.
En este caso concreto, solo ha tenido que hacer una solicitud de abastecimiento a una multinacional de juguetes para demostrar que la economía es expansionista, pero nunca, y bajo ningún concepto, revolucionaria. “Economía revolucionaria” es en sí mismo un oxímoron de manual, un imposible que se desenmascara a poco que se interactúe con los actores apropiados. La economía vive de la política, pero huye horrorizada de lo político. Se ampara bajo las políticas del silencio, y marca distancia con respecto a las políticas de la denuncia.
No hace falta nada más para obtener una situación artística de repercusión global. Cuando se es coherente, y no un hipócrita cobarde como la mayor parte del “arte crítico” actual, lo natural es que el escándalo se propicie solamente por el hecho de estar, de vivir, sin necesidad de forzar nada ni de provocar innecesariamente.