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Pedro Alberto Cruz

En tierra de nadie

Youth

Sucede como con La Gran Belleza: el detalle es usualmente desagradable, áspero, por momentos ridículo, pero el conjunto es una obra maestra, una concentración extraordinaria de talento a la que el cine, el relato clásico, se le queda pequeño, insuficiente para respirar. Paolo Sorrentino ha hecho lo más difícil con Youth (2015), su último filme: reincidir insistentemente en una forma de mirar, y que ésta, lejos de tornarse en lugar común, adquiera la cualidad de lo epifánico, de lo nuevo nuevo, de aquello que no posee precedente en nuestra retina. Sus fascinaciones resultan ya innegables: el misterio del cuerpo, solo o en grupo, inmóvil o en movimiento coreografiado, elegante o vulgar, zen o violento; el asombro del individuo ante el conjunto, inmerso en una intensidad contemplativa que redescubre para el cine algo tan perdido como la magia de mirar como mera experiencia sensorial, fisiológica; la narración coral, falsamente liderada por un personaje -en este caso el interpretado por Michael Caine-, y cuya tensión salpica hasta los márgenes más alejados de cada universo dramático -no hay, en realidad, caracteres secundarios en el cine de Sorrentino, no existen las “emociones menores”; y el hecho en sí de una autoconciencia llevada al límite de lo humanamente soportable.

Youth engaña por su aparente frontalidad: el tono crepuscular que explicitan desde el principio los longevos Michael Caine y Harvey Keitel no la convierten en la clásica historia sobre la senectud del artista, la merma de su potencia vital y creadora. Hay “algo” más: la decadencia es un desfiladero transgeneracional. Pisando su borde, a punto de precipitarse, están no solamente los octogenarios, sino cualquier persona que viva la vida desde la única posición vitalista posible: la incesante y dolorosa crisis. Sorrentino nos enseña cómo no hay un punto de equilibrio constante en el sujeto reflexivo: de la euforia se pasa a la depresión, de la pulsión creadora al suicidio en unos solos segundos. La esencia del individuo es espasmódica; no se congela en un punto ideal. Y como la naturaleza humana no es flexible ni se estira ad infinitum, en cada sacudida se fragmenta, deja pedazos de sí misma dispersa por lugares, personas, paisajes, momentos…Somos pura diseminación… Y Sorrentino, un genio.

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Sobre el autor

Detesto las sumisiones ideológicas, el pensamiento unidimensional, lo políticamente correcto. La disidencia no tiene hogar. Si no está a la intemperie, en cueros, vagando de un lugar para otro, es una estafa. Entre los territorios establecidos y sus patriotismos de pacotilla, una estrecha e inhóspita franja sin identidad: la tierra de nadie.


noviembre 2015
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