Había que salvar a un soldado malherido; pero aquello no era, ciertamente, una novedad. Como tampoco a nadie sorprendía que ya no quedaran vendas o que el caño del agua ni goteara. Las linternas parpadeaban. Uno de los cirujanos le pidió a Salaria Kea, con la prudencia que requería conocer el carácter reaccionario de la enfermera, que llenara unas bolsas de agua caliente. Ella corrió por los pasillos sin luces, oscuros como su piel. Al comprobar que no había suministro y lo único caliente que quedaba en todo el hospital era una sopa sobre el fogón, no dudó en meterla en las bolsas. El soldado sobrevivió. Y lo más sorprendente es que acaso sus nietos estén leyendo hoy esta historia sin conocer quién fue Salaria Kea.
Una mujer comprometida
Salaria nació en Georgia, conocido como el estado del melocotón, al norte de Florida, en el año 1917. Su padre era un asistente de un hospital psiquiátrico, donde fue apuñalado cuando ella apenas era una niña. Junto a sus tres hermanos y su madre, la familia emigró a Ohio. Allí se convertiría en enfermera. Logró un empleo en la Escuela de Enfermería del hospital de Harlem.
Pronto comprendió que eran los negros quienes debían luchar por hacer valer sus derechos y adquirió cierta popularidad al encabezar una campaña contra la segregación racial. La joven enfermera también encabezó, en 1935, otra campaña para organizar la asistencia médica en Etiopia, tras ser invadida por Italia.
En 1936, Salaria Kea estaba convencida de que la igualdad se gana día a día, segundo a segundo. Pese a ello, quizá le costó digerir el desprecio que sintió al solicitar ser voluntaria de Cruz Roja. Las inundaciones habían devastado Ohio y la joven, ya experimentada enfermera, se dispuso a ayudar a los damnificados en cuanto pudiera. Sin embargo, fue rechazada. Como revelaría muchos años después, «la única razón, según se me dijo, es que mi piel causaría más problemas que lo que podría ayudar». Indignada regresó a Harlem, donde conoció a través de la prensa «la forma en que Alemania estaba tratando a los judíos… era como el Ku Klux Klan» y se enfureció «con las noticias de los bombardeos de Hitler contra los civiles españoles».
El batallón Abraham Lincoln
En 1937, Salaria se enroló en el Batallón Abraham Lincoln. Este batallón fue una organización de voluntarios estadounidenses, integrado por unidades de las Brigadas Internacionales que apoyaron la Segunda República Española en la Guerra Civil.
Los componentes del batallón, que por extensión cedió su nombre a cuantos efectivos llegaban desde Estados Unidos, eran en su mayoría afiliados al Partido Comunista de los Estados Unidos o a otras organizaciones obreras socialistas. Los primeros voluntarios partieron de Nueva York el 25 de diciembre de 1936 y su destino fue Albacete.
El 27 de marzo de 1937, Salaria navegó en el SS Paris, acompañada por otras 12 enfermeras y un grupo de médicos dirigido por el cirujano Edward K. Barsky. Durante el trayecto, ninguno de ellos sospechó el trabajo que les aguardaba al llegar a España. Su primer destino fue Villa Paz, un hospital de campaña a las afueras de Madrid. Pronto descubrió las graves carencias hospitalarias de la República.
Apenas había suministros tan elementales como agua caliente y vendajes. Hasta el extremo de que tuvieron que improvisar complicadas operaciones de cabeza o de pecho, «sólo iluminados por la luz de las linternas».
Ni rastro de su paso
Cuando Salaria Kea abandonó España, después de ser capturada por el Ejército Nacional y escapar, su memoria quedó sepultada por cuarenta años de Dictadura. Nadie nunca se atrevió a escribir una línea de alabanza a la tarea que realizó, al menos dentro de nuestras fronteras. El recuerdo de esta heroína, como el de tantos otros, se convirtió en anatema.
Uno de los lugares donde Salaria pudo prestar sus servicios fue el colegio marista de La Merced. En 1935, se adquirió por compra este centro a los Hermanos Maristas, creándose allí la Facultad de Filosofía y Letras y la Universidad de Murcia en general. Sin embargo, al inicio de la Guerra Civil, la facultad fue reconvertida en hospital de las Brigadas Internacionales. Así permaneció hasta 1939, cuando regresó la actividad académica, con apenas unos cuantos profesores y alrededor de 300 alumnos.
Muy pronto se hizo necesario ampliar las instalaciones y las Brigadas Internacionales habilitaron el Santuario de la Fuensanta. Entretanto, en Archena se mantenía otro centro médico, en este caso mixto: era gestionado por el Ejército Popular y las Brigadas.
Salaria describió después que las camas de los hospitales donde trabajó se llenaban de «soldados de casi todas las razas: checos de Praga y de pueblos bohemios, húngaros, franceses y finlandeses, alemanes e italianos, exiliados o escapados de campos de concentración; etíopes de Djibouti, que intentaban recuperar la libertad de Etiopía estrangulando las fuerzas de Mussolini en España […], negros de los estados del Sur de Estados Unidos. Estas diferencias de razas, color, nacionalidad y religión se superaron para hacer de España la tumba del fascismo».
La enfermera que el poeta americano Langston Hughes describió entonces como «una delgada muchacha color chocolate» supo emplear cuanto la rodeaba para salvar vidas. Poco le importaba el intenso debate que dividía a muchos americanos. Salaria Kea fue capturada por el ejército de Franco y, durante algunas semanas, fue testigo de innumerables fusilamientos. Por suerte, logró escapar y huir a su país, desde donde siguió impulsando la causa de la República. Durante la Segunda Guerra Mundial regresó a Europa, conoció a un irlandés y se casó.
La pareja vivió muchos años en una casa de Nueva York, para regresar más tarde a su ciudad natal. Allí falleció en mayo de 1990. Y ahora, justo 17 años después de su muerte, mientras la exposición neoyorquina la devuelve a la actualidad, acaso como un homenaje aplazado, se publica el rostro de aquella delgada muchacha color chocolate que se jugó la vida por salvar la vida de tantos murcianos.