Hace casi 20 años publiqué en esta misma casa, cuando muchos no sabían ni dónde quedaba Filipinas (ni falta que les hacía), la fantástica historia de los llamados héroes de Baler. Por eso, estos días en que su memoria se honra me agrada recuperar aquellas líneas de la hemeroteca. Así decían, amigos:Con mucha dificultad Luis Cervantes Dato, uno de los diecinueve supervivientes del Sitio de Baler, alcanzó el dintel de la casa de sus padres en Mula. Las escarpadas y estrechas callejuelas parecían imponerle el último de los sufrimientos. No obstante, aquellas coloridas fachadas, de enormes rejas de hierro forjado, eran un agradable alivio para una persona que estuvo incomunicada en una iglesia durante 337 días.
Su hijo Francisco Cervantes explica con orgullo e irritación que son muy pocos los murcianos que recuerdan la figura de su padre, mientras señala en una vieja foto el último retrato realizado en Filipinas: «Mi padre es el dieciséis por la izquierda. Regresó en julio de 1899 con una pensión vitalicia de setenta pesetas; lo único que recibió de su país en el resto de su vida.
A los dos años de volver se casó y gracias a esa renta mensual pudo disfrutar de una vida holgada, si no fuera por lo del hígado, claro». Todos los supervivientes vieron cómo su salud iba quebrándose a medida que transcurría el asedio. Las provisiones diezmaban y ni siquiera la improvisada huerta satisfacía la hambruna de los soldados. Al regreso, el hígado de Luis Cervantes aún soportó muchas copas de anís que aceleraron su deterioro, «porque después de pasar tantas penalidades se merecía disfrutar de la vida, y lo hizo. Siempre vestía traje cuando la mayoría sólo tenía una blusa vieja y a nadie que estuviera a su lado le negó nunca nada».
Luis Cervantes Dato abandonó el pueblo para realizar el servicio militar en Tarragona, primer viaje allende las tierras murcianas. Luis era un joven del campo, y a éste dedicaba sus ocupaciones en los dieciocho años que llevaba respirando.
A veces, durante las largas faenas de siembra, ciertas batallas entre tormos resecos donde debía empujar el arado siempre, «y en más de una ocasión el arado y la mula que lo precedía» indica Francisco, pensaba que la sierra de Moratalla era una espesura infranqueable. Luego, en Filipinas, conoció la verdadera magnitud de la naturaleza y añoró su Mula natal. Francisco reconoce el amor de su padre por el Noroeste: «No abandonó jamás el pueblo. Tras pasar una temporada de cartero en El Pilar de la Horadada y en Molina de Segura vendió la plaza a otro y regresó a Mula. Fue aceptado como guardia civil y la misma noche que le dieron el uniforme se embriagó y quemó el traje… Tampoco quiso mantener un empleo estable porque no lo necesitaba».
Francisco, mientras enciende el primer cigarrillo de la mañana -«y esto sin desayunar»- confiesa que su padre no tuvo suerte: «El propio Martín Cerezo, responsable de aquella compañía, lo recibió en Madrid varias veces. Siempre le decía que se olvidara de trabajar, que eso era para los burros. Mi padre fue engañado en cuanto regresó al pueblo desde Filipinas».
Carmen, la madre de Francisco, sólo pensaba en una cosa cuando viajaba hacia Murcia. Mientras, Luis Cervantes charlaba con su primo, El cuesario, «uno de aquellos transportistas que realizaban con un carro de mulas portes desde Mula a la capital de la provincia». Los tres iban alegres a cobrar la pensión de Luis como héroe de guerra. Carmen comentó que le gustaría probar los famosos panecillos de Viena aunque regresó sin olerlos siquiera, se lamenta Francisco. El cuesario se quedó con el primer sueldo que le dieron a mi padre y nadie recuerda por qué. Era demasiado inocente».
Luis Cervantes no invirtió dinero en grandes negocios. Cada marzo se marchaba a Madrid a trabajar de albañil y volvía en septiembre, para las fiestas de Mula. El que fue héroe de Baler tuvo once hijos y murió en mayo de 1927. El único terreno que le pertenecía del país que defendió en Filipinas fue la fosa del cementerio donde nunca fue enterrado.
Francisco Real Yuste acompañó a Luis Cervantes en aquellas noches de insomnio y hambruna. Al regresar se casó y tuvo tres hijos que ya han fallecido. Durante toda su vida fue guardia de la huerta ciezana. Su nieto, Antonio Real, como la mayoría de sus hermanos, se dedica al negocio de la hostelería en Cieza. «Mi abuelo -recuerda Antonio- jamás percibió su pensión. Un funcionario de los juzgados le hizo firmar unos papeles que le autorizaban a cobrar en su nombre. Lo mantuvo engañado durante toda su vida. Después de muertos él y mi abuela, lo descubrimos todo. Era un hombre sencillo que sólo se permitía el lujo de alguna copa de vino».
En cierto momento, durante una procesión, Francisco intentó desfilar con las autoridades civiles y religiosas. Lo sacaron a empujones del cortejo. «Entonces -prosigue Antonio-, corrió a su casa y se colocó en el pecho la condecoración de héroe en Filipinas. Cuando regresó al desfile no sólo realizó la carrera, sino que lo escoltaron dos guardias civiles». Francisco Real llegó a vivir casi setenta años.
Ni los sitiadores filipinos al mando del rebelde Aguinaldo ni las vencidas autoridades españolas lograban convencer a la compañía atrincherada de que la guerra había finalizado. Como último recurso llevaron a la iglesia de Baler periódicos y revistas de algunas de las ciudades de donde procedían los españoles sitiados. De Cieza, un ejemplar de la revista La Voz de Cieza. «De aquel número -aclara Antonio Real- a mi abuelo le leyeron que una riada había destruido el Puente de los Alambres. ¡Coño -exclamó-, como todos los años!». En ese momento se dio cuenta que todo estaba perdido. «Y ellos allí, defendiendo una plaza que ya no pertenecía a España y alimentándose de hojas de calabaza».
Primer centenario
El día 30 de junio de 1998 se cumplieron cien años del comienzo del asedio. Cuatro días antes se celebraron en Madrid unas jornadas sobre el Centenario del Comienzo del Sitio de Baler a las que fueron invitados los descendientes de Luis Cervantes y Francisco Real. El primero no asistió: «Estoy harto de que el Ayuntamiento de Mula no reconozca la labor de mi padre. Ni siquiera le han dedicado una calle». «Y lo mismo ocurre en Cieza», sentencia Antonio Real. El alcalde de Baler, en cambio, ha manifestado su interés por hermanar los pueblos de origen de los 32 supervivientes que estuvieron en ese pueblo.
Los dos hijos mayores de los últimos murcianos en Filipinas nunca se identificaron con el lema Dios y Patria. Marcos Real fue condenado a cadena perpetua tras la Guerra Civil por sus ideas republicanas. El mismo año, la última voluntad del hijo de Luis Cervantes fue que lo enterraran sin pisar la iglesia. Hoy, los descendientes de los héroes de Baler denuncian el abandono en el que las autoridades han arrinconado a sus padres y abuelos. Para colmo, las jornadas previstas en Madrid fueron promovidas por la embajada filipina. Ya nos prevenía Ramón y Cajal cuando afirmaba que ‘la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado’».
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