Al indomable cardenal Belluga, si hubiera conocido dónde querían asentar sus sagradas posaderas, se le hubiera puesto morado, como si de un obispo al uso se tratara, su distintivo solideo colorado. El solideo es un casquete de tela –pues así lo define el diccionario- que cubre la parte posterior de la cabeza.
El enfado de su eminencia no sería gratuito. Porque después de fundar pueblos, sanear pantanos, levantar colegios, hospicios y hospitales, y tras liarse el manto a su ungida cabeza para defender Murcia en la célebre batalla del Huerto de las Bombas, un alcalde propuso levantarle su merecida estatua, ni más ni menos, que encima de un retrete público.
La cuestión fue tratada por la Corporación en la Comisión del 24 de enero de 1928. La iniciativa de construir unos urinarios en la plaza de Belluga enzarzó a los concejales en una acalorada discusión. No empezaba bien la cosa. De hecho, el diario Levante Agrario destacó al día siguiente que se había discutido “cerca de media hora el asunto de los evacuatorios”.
Durante los meses siguientes se aprobaron otros proyectos similares enfrente de la Universidad, en el jardín de Floridablanca, en el Plano de San Francisco o en la plaza del Romea. Los de Belluga, que habrían de ser subterráneos, se aprobaron el 6 de junio de 1928, según consta en las actas municipales.
Declaraciones inoportunas
El alcalde, Luis Fontes Pagán, ofreció a la prensa más detalles de la obra, sin sospechar siquiera que alimentaba un escándalo tan monumental como la proyectada estatua. Los evacuatorios tendrían 11 metros de longitud por 4,5 de ancho, conteniendo dos servicios: una para señoras y otro para caballeros. Los suelos, de mármol; las paredes, de azulejos blancos; y el techo de cristal. El coste ascendía a 36.000 pesetas de la época.
El diario La Verdad, en su edición del 26 de septiembre, criticó al primer edil por las obras de los mingitorios. De entrada, la reforma había precipitado “la desaparición de la fuente central” de la plaza. Aunque el auténtico bombazo periodístico fue anunciar la colocación sobre los urinarios, a modo de adorno, de una escultura del prelado.
La Verdad era tajante en su crónica: “A nuestro juicio, la figura excelsa del gran Cardenal del siglo XVIII merece tener otro asiento que el de una letrina”. Razones no le faltaban al redactor. Los nuevos urinarios instalados en Floridablanca, aún antes de ser inaugurados, ya se habían convertido en un foco de infecciones y suciedad pues “las costumbres sociales, íntimamente ligadas a la cultura y al progreso de la urbanidad, no se transforman en un día, ni en un lustro”. Vamos, que algunos murcianos habían estrenado los retretes sin molestarse a entrar en ellos.
El rotativo lamentaba que el Ayuntamiento hubiera demorado dos siglos el justo homenaje al cardenal para, al final, envolver la efigie del purpurado “en las emanaciones nada gratas de un evacuatorio infecto”. La Verdad, entretranto, recordó el anuncio de que el salón de plenos municipales, inaugurado tres años antes, atesoraría las esculturas de Belluga, Floridablanca, Salzillo y Saavedra Fajardo. Propuesta que luego quedó en nada.
Si hiede, que hieda
El diario El Tiempo, por otro lado, se sumó a la discusión, que ya comenzaba a divertir a los vecinos del común. Y lo hizo en defensa del señor alcalde, aunque para ello tuvo que publicar argumentos increíbles. Así parece el afirmar que, en cuanto al decoro de esa base, “si se trata de emanaciones malolientes, […] no perderá con ello nada la figura del Purpurado, no se habrá cometido ninguna herejía contra el ornato”. Quizá sí contra el olfato, debieron pensar muchos.
El Tiempo solo reconocía un problema: quizá el público olvidara lo que había bajo el suelo para realizar ciertos menesteres arriba, como era frecuente en “las rinconadas de los templos y hasta en el mismo Palacio Episcopal”.
Enfado ‘consistorial’
El enfado del alcalde crecía como el hedor en torno a los evacuatorios públicos. Hasta que estalló. Y lo hizo a través de una “Nota de la Alcaldía” publicada en todos los diarios de la ciudad. En ella arremetió contra La Verdad, a la que acusaba de emplear sus páginas para menoscabar la imagen de la Corporación. ¿Por qué? El director del periódico era Francisco Martínez García, exalcalde, y enzarzado con su sucesor en diversas polémicas municipales.
Desde la Alcaldía se reconoció como cierta la idea de levantar una escultura a Belluga “y se pensó, naturalmente, en la plaza que lleva su nombre y en el centro del jardín”. Vamos, sobre los urinarios. Sin embargo, Fontes Pagán lamentaba que “la imaginación propicia del comentarista […] relaciona todo ello y da por levantada la estatua del Cardenal, sirviéndola de pedestal el evacuatorio”.
La contestación del rotativo también fue antológica. El redactor recuperó una antigua entrevista concedida por el alcalde al diario El Liberal. En ella anunciaba la construcción del evacuatorio, que sustituiría a la fuente, “siendo emplazado en su lugar un monumento al Cardenal Belluga”. Ahí quedó todo. La escultura, como es sabido, se ubicaría décadas más tarde en La Glorieta. Y su autor, Juan González Moreno, inmortalizó al cardenal aferrado a una gran espada. De haber vivido en 1928, sin lugar a dudas, con ella hubieran rodado cabezas.