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El solitario

Los que elogian la soledad no pueden poner ejemplo más absurdo que cuando hablan de la agradable vida del monje de clausura o, incluso, la del viejo patricio romano (el que se retiraba a sus fincas rústicas a ver cómo el sol declinante transparentaba la uva moscatel). “Hay que saber disfrutar la soledad”, “hay que saber ser feliz consigo mismo”, cacarean los tontos del bote que creen en manuales de autoayuda, esos que festejan el aislamiento individualista de la vida actual, porque “te da libertad”. Ya escribía sabiamente José María Pemán que la libertad sirve para entregarla a alguien, es decir, para perderla. ¿Qué es eso de “disfrutar de la soledad”? No existe tal cosa en la naturaleza humana, al menos la sana.

Ni el monje ni el viejo patricio romano, ni nadie, ha disfrutado jamás de soledad. El monje más barbudo, o incluso el ermitaño más aislado y ventoso, nunca están solos: Dios los conforta con su amor. Dios los inunda, están siempre acompañados de Dios, hasta la última molécula. El místico que se retira del mundanal ruido no lo hace para estar solo, sino precisamente para estar acompañado. Para fundirse con el Ser absoluto. El ejemplo monacal debiera ponerse siempre para explicar la ausencia de soledad, la presencia sistemática del amor. El viejo patricio romano se retiraba a donde no lo vieran y sobre todo donde él no tuviera que ver a nadie. La vejez se vuelve muy opresiva teniendo que contemplar cómo bulle la juventud, y su sexo. Pero tampoco el viejo romano quedaba solo: se acompañaba de los seres que lo veneraban, empezando por su esposa (sí, las esposas, en las sociedades antiguas, veneraban). Y, sobre todo, se acompañaba de sus glorias conseguidas, que lo hacían inmortal.

Se puede disfrutar de la soledad personal, sí, como descanso corto tras un período de excesiva vida social, pero nunca puede ser un sistema de vida porque acabas loco de remate. De estar solo el suficiente tiempo, las manías y los fantasmas se multiplican en proporción geométrica, como cucarachas. Todos los solitarios auténticos acabaron locos, o ya empezaron siéndolo.

Mi soledad es absoluta, pero no elegida. Y, como persona desgraciadamente cuerda, percibo que su malignidad aumenta con el tiempo. Me veo abandonado a mis propios pensamientos y sin nada que los conforte, sea, en mi caso, Dios o una mujer (a veces me encomiendo a mis muertos o a mi “daimon” personal, mi guía espiritual, como hacían los ocultistas). Mis pensamientos, y este diario donde pretendo fijarlos, terminarán consiguiendo que me devore yo mismo por dentro sin advertirlo, como hace el tiburón que come sus propias tripas cuando la intensidad de su hambre oculta la del dolor.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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