En un país nórdico muy elogiado por los resultados educativos anunciaron que retirarían de los colegios la enseñanza de la caligrafía. Esas libretas donde los niños aprendíamos a ensortijar todas las emes de “mi mamá me mima”. Hubo satisfechos de haberse conocido en la época que vivimos que aplaudieron tal modernez. La caligrafía, decían, es como la profesión de zurcidor de zapatos. Un residuo a extinguir en la era del teclado. Cuando el residuo a extinguir es el teclado.
Steve Jobs, ese espíritu fundador de Apple del que en Apple ya no queda nada, intuía eso mismo cuando era joven jipi en California. Ya de mayor, agonizante de cáncer, no le dio tiempo a hacer la revolución holográfica para sus aparatitos -aparatitos sin teclados- demasiado ocupado en darle bocados macrobióticos a las manzanas, que creía le salvarían. El Jobs joven fue un obseso del aprendizaje de la caligrafía de todas las culturas (yo creo que conocía hasta la escritura cuneiforme mesopotámica). Tener caligrafía, ese artesanado, era poseer capacidad tecnológica por delante de cualquier invento de los competidores.
Llegaría un momento en que la compañía Apple, cuando ésta era el gran tirano de la belleza industrial del planeta que enseñaba a la gente lo que aún no sabía que necesitaba, jubilara los teclados para hacer que la gente escribiera con el dedo en un gran marco de aire, como midiendo la dirección del viento. Eso sólo podría hacerse conociendo la antiquísima y siempre futurista caligrafía. Pero esa futura revolución caligráfica liderada por un Jobs que cifraba la máxima pureza tecnológica en una varilla japonesa describiendo ideogramas de tinta negra sobre un blanco roto quedó ahogada en la cuna. Los sucesores tecnológicos de Jobs no saben nada de escritura babilónica. No sienten emoción estética alguna ante aquellas plumas de faisán donde los contrarrevolucionarios escribían sus últimos pensamientos antes de que la horda los guillotinara y que, describiendo volutas sobre el papel, parecían hacerle cosquillas a las ingles del universo.
El teclado de los ordenadores cada vez es más anacrónico. Pero aún no se ve su fin próximo porque falta el genio que lo mate. Mientras, un mundo que sólo sabe ya presionar cuadraditos ha perdido algo que hace miles de años ya era mucho más avanzado: tener una bellísima letra. Que, contra las teorías progresistas del avance de la humanidad constante, lineal, es algo que se pierde en sólo unos pocos años, como se han perdido con los siglos buena parte del conocimiento antiguo, sustituido por otro no necesariamente mejor (en algunos casos, decididamente peor). Yo mismo, tras dos décadas de darle sólo a un teclado, he perdido hasta la capacidad de escribir a mano con mayúsculas. ¿Qué se habrá hecho de mi antigua caligrafía perfecta? Me resulta imposible hasta llenar un “post it” que no parezca una receta desganada extendida por un facultativo afectado de parálisis.
La decadencia de cualquier habilidad manual es asombrosamente rápida. Ni siquiera sé hacer mi firma ya, lo cual me da problemas en mi banco, donde dicen que yo no soy yo. Sin un teclado, mis manos ya no sirven para comunicarme. Ya no sé escribir con un palito en la arena, ya desconozco cómo hacer una letra tolerable en una carta de amor. De hecho mis posibles cartas de amor hechas a mano enternecerían más a su destinataria si recortara letras de distintos tamaños sacadas de revistas y periódicos, como en esos anónimos que amenazan con cortar a alguien los testículos y metérselos en la boca.