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Carlos Escobar

Música inesperada

Sonata de juventud (IV)

Al día siguiente, Ernst y su padre salieron de casa con la intención de averiguar qué había motivado exactamente el arresto de sus vecinos. Llevaban semanas pendientes de visitar el despacho de un familiar muy bien relacionado con las altas esferas y con suficientes recursos para buscar un buen destino militar a Ernst y Víctor, ya que este último era considerado a todos los efectos como un hijo más de los Vogt. Si alguien podía indagar algo sobre los Schulz sin levantar ninguna sospecha era precisamente el influyente y cordial Herr Neumann, muy aficionado a la música clásica y admirador de los dos prometedores jóvenes intérpretes.

Esa mañana, a pesar de que Neumann tenía muchos asuntos que resolver, atendió a los Vogt sin ninguna demora y, tras escuchar con atención lo acontecido horas antes, se mostró muy dispuesto a iniciar las oportunas averiguaciones. Se reclinó sobre el sillón, descolgó el teléfono con una actitud un tanto prepotente y solicitó con solvencia el número a la operadora. Ante sus atónitos parientes, bromeó durante más de veinte minutos sobre las cacerías de jabalíes y las nuevas secretarias incorporadas al departamento. Ernst no pudo ocultar su indignación ante el hecho de que su familiar apenas dedicara dos minutos a explicar el asunto de los Schulz.

Tras colgar el teléfono, Neumann respiró profundamente y con un semblante un tanto aséptico, aclaró que sólo se trataba de una detención rutinaria y preventiva, con el único fin de comprobar una información recibida por la policía. En cuanto al tema del destino de Ernst y Víctor, confirmó que, en breve, ambos estarían adscritos al cuerpo administrativo del ejército. Además, les insistió que, a cambio de mantenerlos alejados de las armas, tocarían en todas las veladas que organizase para sus influyentes invitados.

Los Vogt abandonaron el edificio con gran desánimo e impotencia, de modo que la buena noticia de servir al país desde una oficina no les causó ninguna satisfacción. La entrevista con Neumann había finalizado con un fuerte apretón de manos y una advertencia de que este tipo de averiguaciones particulares sobre personas detenidas no eran convenientes ya que les acarrearían no pocas incomodidades.

Pasaron las semanas y los meses sin ninguna noticia sobre los Schulz. Ernst acudía por las mañanas a su destino en el departamento del Servicio de Seguridad donde Neumann lo tenía apadrinado. En la desconfiada relación de simbiosis que mantenía con su mentor, estaba comprometido a alternar las teclas de la máquina de escribir con las del piano, cada vez que era requerido para amenizar las cenas de altos cargos, misión que cumplía con un éxito singular.

El Doctor Maier estaba tan atento al relato de Vogt, que no cayó en la cuenta de ofrecerle un vaso de agua. Fue el paciente el que tuvo que solicitarle algo de beber para poder continuar con su historia. Mientras el doctor se ausentó, Vogt miró de nuevo el retrato del violinista y anheló la mirada de desafío y seguridad del atractivo joven. Aunque se mostró tembloroso y con dificultades para aproximar el vaso a los labios, apenas tardó unos minutos en consumir toda la botella de agua que le trajo el médico.

Nada más retomar su narración, Ernst Vogt volvió a sentirse atenazado por una incontrolable y creciente angustia interior: “Gracias doctor. Recuerdo la mañana lluviosa, en la que al llegar a la oficina, me comunicaron que sería trasladado provisionalmente con motivo de una baja por enfermedad. No supieron especificar nada sobre mi próximo destino, ni sobre mi nuevo cometido. Sólo tenía que esperar en la puerta la llegada de un vehículo oficial”.

                                                                                                                                                                    continuará

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