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Carlos Escobar

Música inesperada

Sonata de juventud (y V)

 

La calma reinante en esa noche tan apacible contrastaba con la incertidumbre del relato de Ernst Vogt. El interés profesional del Doctor Maier se transformaba por momentos en verdadera curiosidad personal ante las confesiones de este hombre tan afligido por los recuerdos del pasado. El semblante de Vogt delataba que su mente estaba lejos del despacho de Maier y por este motivo se mostraba ensimismado y ajeno a su interlocutor. Cuando continuó con la narración, su voz parecía provenir de una vieja grabación: “Cuando los miembros del Servicio de Seguridad me dejaron en lo que denominaron campo de trabajo, sentí un profundo estremecimiento ante el aspecto tan frío y desolado del edificio principal. Esta gélida impresión no duró mucho, ya que al entrar en la oficina me encontré a un compañero de la Escuela de Música que estaba destinado allí. Se trataba de August von Rohr, al que llamábamos el condesito por su noble origen. Cuando le conté cómo perdí el contacto con Víctor Schulz, se mostró muy afectado, ya que compartieron muy buenas experiencias tocando en un cuarteto de cuerda. August me explicó que era probable que Víctor y su padre estuviesen recluidos en el campo de concentración, pero que no teníamos forma de comprobarlo porque, en aquel insólito lugar, cuando llegaba alguien, inmediatamente se le asignaba un número para perder su nombre para siempre. También me comentó que había oído que la mayoría de las personas que estaban allí eran homosexuales, comunistas, gitanos y disidentes políticos”.

Aunque la labor administrativa de August y Ernst los tenía ocupados con asuntos relacionados con la logística del campo, no tardaron en localizar el mueble donde se custodiaban los documentos archivados tras la recepción de los reclusos. Gracias a una planificada maniobra, consiguieron distraer la atención del personal de esa oficina, que protegían con celo su feudo laboral. Sólo necesitaron unos minutos para corroborar las sospechas de August, que fue el que abrió el libro de registro: “Cuando vimos que los Schulz estaban allí, nos miramos aterrados sabedores de la gravedad de la situación. Casi caigo al suelo por el temblor de piernas que no podía controlar. August, con un habla entrecortada, me informaba de que los Schulz, desde hacía cuatro meses, era obligados a probar el calzado procedente de la fábrica de botas colindante al campo de concentración. Los reclusos se ponían botas militares y tenían que marchar durante todo el día, bajo todo tipo de condiciones climáticas y sobre superficies muy irregulares. Tanto August como yo sabíamos que las posibilidades de sobrevivir a esas penalidades eran ínfimas”.

Las tres semanas que pasó Vogt en la oficina del campo de concentración fueron terribles y sin duda  condicionaron la inestabilidad psíquica que, a partir de entonces, le impidió llevar una existencia normal. Desde la ventana del edificio principal del campo podía ver parte de la pista por donde los Schulz vagaban en grupo dejándose el alma. A Ernst le era imposible reconocer entre esas sombras endebles y encorvadas a su amigo del alma, especialmente si el tiempo empeoraba, ya que la cortina de lluvia prácticamente ocultaba al macabro desfile humano.

Mientras relataba esto, Vogt rompió a llorar de una forma tan desgarradora que el Doctor Maier solo dejó que  el paso de los minutos mitigara el dolor de su paciente. Cuando Ernst levantó la cabeza, agradeció con una sonrisa la presencia del doctor y comenzó a golpear la mesa del despacho de una manera débil y regular, a la vez que comentaba con resignación: “Doctor, si supiese la de veces que Víctor y yo discutíamos sobre el ritmo en los ensayos. Yo, en mi condición de pianista, era bastante estricto con la medida del compás cuando tocabamos juntos. Pero en el fondo, le envidiaba por el espíritu tan libre con el que se expresaba. Víctor podía acelerar y detener la melodía sin perder el ritmo y dotar a cada nota de una personalidad particular y única. ¡Lo que debió de sufrir mi pobre amigo marcando cada uno de los pasos que recorrió en esa maldita pista! Yo era su amigo, estaba a escasos metros de él y sin embargo, permanecí cómodamente instalado junto a sus verdugos sin mover un dedo por salvarlo. Nunca me atreví a contárselo a mis padres, aunque ellos se extrañaban de que me mostrara cada vez más esquivo cuando se hablaba de los Schulz”.

Maier intentó en vano imaginar cómo Vogt pudo soportar durante tantos años el contínuo martilleo psicológico  tal y como éste reproducía con los golpes en la mesa. Parecía increíble que un hombre con tan escasa fuerza anímica sobreviviese a la posterior contienda bélica que tanto desvastó la ciudad y a la exigente reconstrucción que tuvo lugar en la postguerra. La pérdida de sus padres llegó en un momento en el que se sentía tan vacío emocionalmente, que su reacción no fue la esperable en un ser humano. Vagando entre los escombros de la ciudad, Ernst encontró a su futura esposa, Hanna, una estudiante de Dramaturgia que le salvó la vida. El hábil maquillaje que se aplicó a sí misma tras hacerlo en el cuerpo de Vogt, los alejó de los soldados rusos, muy temerosos de contagiarse con indigentes de apariencia enfermiza.

El Doctor Maier no encontró ninguna palabra adecuada para consolar a Vogt antes de que éste se marchara cabizbajo de la clínica. Cuando el galeno se sentó en su despacho y contempló el retrato de su ahijado, sintió una repentina curiosidad por lo que fue de la sonata de Vogt. Esa partitura simbolizaba la feliz infancia y adolescencia de Ernst y de Víctor, unos jóvenes que imaginaron el futuro a partir de la complicidad con la música. Todo ese mundo que un día vislumbraron los dos, había sido destruido por la barbarie humana. Maier se sintió satisfecho por haber escuchado a alguien que necesitaba desahogarse y, sobre todo, se sintió afortunado por vivir en tiempos de paz. Imaginó el piano de los Schulz y la partitura de la sonata de Vogt abierta sobre él. Ojalá nunca olvidemos el mensaje que simbolizaba esa música, pensó Maier mientras se dirigía a casa.

 

                                                        FIN

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por Carlos Escobar

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