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Carlos Escobar

Música inesperada

Una fiesta para los oídos (I)

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Esa tarde de verano, Gustav llegó a Krumpendorf. Estaba cansado del largo viaje que había realizado desde Los Dolomitas y sentía un fuerte dolor de cabeza. Ya le quedaba poco para llegar a casa. Sólo debía esperar al bote que lo llevaría hasta Maiernigg, al otro lado del lago Wörthersee. Decidió sentarse para tomar el aire. Enseguida llegaría el otoño y con ello una carga de trabajo intensa para el director de la Ópera de Viena. Cada estancia veraniega a orillas del lago le permitía componer con la tranquilidad necesaria, pero ese año había sido poco productivo. Durante el verano pasado terminó los dos movimientos nocturnos de su Séptima Sinfonía, una obra planificada con una simetría arquitectónica. Entre los dos movimientos ya escritos de una forma un tanto libre, incluiría un demoníaco y provocador scherzo y la obra empezaría y finalizaría con sendos movimientos rápidos. Desgraciadamente, la inspiración se había disipado.

En junio de 1904 había sido padre por segunda vez. La pequeña Anna, llamada Gucki en la intimidad, crecía sana junto a su hermana María. Mahler era un hombre envidiado por su talento, por su posición y por su matrimonio con la bella Alma, una atractiva mujer diecinueve años más joven que él que renunció a su carrera musical para someterse a la voluntad y criterio de un marido que consideraba que con un compositor en casa ya era suficiente. Para Gustav, lo importante era disponer de tiempo y tranquilidad para componer y Alma estaba dispuesta a crearle esa atmósfera. Era el cuarto verano de casados y apenas se veían durante el día. Gustav pasaba casi todo el día enfrascado en su trabajo. Además, su obsesión por no recibir visitas y poder terminar su sinfonía junto al esmero con el que Alma cuidaba de la casa y de las niñas, distanciaba a dos seres a los que, desde el principio, sus propias familias les vaticinaban un pobre futuro como pareja.

Alma no había ido a recoger a Gustav a Krumpendorf. Probablemente él olvidó avisarle de que llegaría esa tarde. A sus 44 años, en su mente rondaba la idea de crear una gran obra puramente instrumental y poco autobiográfica. Estaba dispuesto a entrar en el desconocido mundo de las tinieblas para mostrar al resto de los humanos que con su forma de orquestar y de crear armonías podría expresar el dolor y la duda que genera nuestra condición de seres mortales. Había incluso previsto incluir nuevos instrumentos como un tipo original de tuba, una mandolina y una guitarra, pero no encontraba la manera de lanzar su sinfonía hacia el futuro.

De repente, se levantó y vio que su bote había llegado. Se dirigió a la orilla y saludó con cierta antipatía al barquero. Volver a casa era una derrota. La obra estaba tal y como la tenía antes de partir hacia Italia y el tiempo de veraneo se agotaba. Sentado en el bote, contemplaba resignado como la impresionante naturaleza que lo rodeaba era incapaz de inspirarle.

En el momento que el barquero comenzó a remar con vigor, Gustav reaccionó sobresaltado. Podía sentir el ritmo con el que ese hombre impulsaba el bote y la fuerza con la que, ahora sí, rugía para él la naturaleza. Ya sabía como comenzar la sinfonía. Estaba deseoso de llegar a la otra orilla del lago. En su corazón palpitaba la marcha sombría que en modo menor inundaría el Allegro inicial de su séptima sinfonía.

continuará…

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por Carlos Escobar

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